Preguntas Colombianas

domingo, 23 de diciembre de 2012 00:00
domingo, 23 de diciembre de 2012 00:00

Allá por los años 60 se decía que Cuba era el “faro de la revolución” para América latina. Medio siglo después las cosas son bien distintas pero no se puede negar la capacidad de la isla para seguir estando en la agenda continental. Por estos días, las dos noticias más importantes de la región tienen su centro en La Habana. Una, archiconocida, es el hospedaje de Hugo Chávez que, desde hace diez días, está siendo tratado por la reaparición de un tumor cancerígeno.
El segundo hecho que se desarrolla en las calles adoquinadas de La Habana es más feliz: la reapertura del proceso de paz colombiano. El gobierno cubano oficia de facilitador entre la guerrilla de las Farc y el Estado de Colombia, que luego de un largo período de guerra cruda volvieron a la mesa de diálogo. El salón del Palacio de Convenciones en el barrio residencial de Miramar es, desde hace semanas, el territorio neutral donde se llevan a cabo las negociaciones entre las partes. Si en otros tiempos Cuba era una exportadora de revolución, ahora aparece como una mano suave y amistosa que abre sus puertas para curar las heridas ajenas.
Pero vayamos al grano. ¿Por qué esta vez, la “paz” -léase un acuerdo que vuelva política lo que hasta ahora se discute a los tiros- podría lograrse? ¿Qué intereses aparecen en pugna? ¿Cuál es la importancia para la región?
Un nuevo proceso de paz fue oficializado por el presidente Santos el pasado 4 de septiembre. Carga con el fracaso del anterior, bajo la presidencia de Andrés Pastrana. Es una herencia pesada, porque aquel proceso duró cuatro años (entre 1998 y 2002) e incluyó la desmilitarización de cinco municipios y finalmente terminó en la nada. O peor, en el retorno de la guerra. De allí en más comenzaron los años bélicos de Uribe. Con un discurso de mano dura, alineamiento incondicional con los Estados Unidos y la decisión firme de combatir a las guerrillas militarmente, Uribe produjo un vuelco total en la situación del conflicto armado. Si Pastrana accedió a un proceso de paz en condiciones generosas para con la guerrilla, en una evidencia del poder de fuego que tenían en ese entonces las Farc, Uribe se decidió a que esa ecuación volviera a ser favorable para el Estado.
Las fuerzas armadas fueron abastecidas por el presupuesto nacional (y también por la inestimable ayuda norteamericana) y en poco tiempo lograron éxitos en los combates selváticos que hasta entonces eran espacios casi inexpugnables de la insurgencia. El saldo más gráfico es que durante los años de Uribe los altos mandos de la guerrilla cambiaron muchas veces, a medida que sus dirigentes eran muertos por el ejército en combates o bombardeos.
Si en algún momento se popularizó la expresión de “estado paralelo” para denominar el poder de control territorial que habían logrado las Farc, hoy aquella imagen es ciencia ficción pura. La legitimidad social de la guerrilla es casi nula y el único capital que le queda es que aún no parece posible que la continuación de la guerra garantice su desaparición.
Dicho de otra manera, la posibilidad de la paz que se juega en La Habana tiene su origen, paradójicamente, en el actual desbalance militar y político entre las partes. El debilitamiento que sufrieron las Farc en la última década, terminó abriendo el horizonte para una salida pacífica. Como suele ocurrir, la paz está cercana cuando un bando ganó y no cuando las fuerzas están parejas.
Sin embargo, la apertura de negociaciones implica, necesariamente, abrir el debate, escuchar planteos, ceder algunas posiciones. En ese sentido, es impensable que ese escenario se hubiera dado bajo la era uribista. Algo que el propio expresidente se encarga de dejar en claro. Hoy, alejado del poder y enemistado con su sucesor, Uribe despotrica contra el diálogo habanero y acusa a Santos de estar tirando por la borda su obra de gobierno, sintetizada en el slogan de “seguridad democrática”, que sería más justo de describir como una militarización extrema de un conflicto que, al final de cuentas, y a pesar de los protagonistas, sigue teniendo su causa en la injusticia social y una distribución alevosamente inequitativa de la tierra. (El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo midió la desigualdad en la propiedad rural usando el índice Geni: Colombia registra un 0,891, siendo 1 la concentración total de la tierra).
En ese marco no sorprende que el primer punto de discusión de la mesa sea una “política de desarrollo agrario integral” y su primer eje el “acceso y uso de la tierra”. Pero además de las conversaciones en la tierra de Martí el gobierno y la guerrilla acordaron la formación de foros de debate en Colombia, donde están convocados los actores civiles: organizaciones sociales, intelectuales, representaciones sectoriales. Una iniciativa interesante porque ubica a la sociedad como parte del conflicto, desmilitariza la discusión y ubica al esperado fin de la guerra como parte de un proceso más general.
Tampoco asombra que sea justamente allí donde afloren los intereses más crudos. Cuando esta semana el primer foro se reunió en Bogotá para iniciar el debate sobre la realidad agraria, la Federación Nacional de Ganaderos se negó a participar. Los números ayudan a comprender la ausencia: sus representados son dueños de 38 millones de hectáreas, sobre 44 aptas para la actividad. Las reacciones frente al desplante marcan también un nuevo momento político del país. Santos salió al cruce y tildó de “irracional” la actitud de los terratenientes. Horas después, mostrando el nivel de distanciamiento con el gobierno de su entonces delfín, Uribe atacó diciendo que era “fácil atacar a José Félix Lafaurie (presidente de los ganaderos) y al mismo tiempo congraciarse con terroristas”. Y concluyó preguntándose “¿qué dirán otros sectores de la economía si los someten a definir su futuro con el terrorismo?”. Aunque siempre es complejo medir qué voces representan mejor a una mayoría social en un momento determinado, se percibe un clima de época que ya no se relame en el vocabulario guerrerista, y que ve a la lógica de Uribe como parte de un pasado, tal vez necesario, pero ya caduco. En ese sentido, no hace falta buscar en un comunicado de la guerrilla la indignación frente a la negativa de los propietarios rurales. Basta con revisar la editorial del tradicional diario El Espectador donde directamente tilda de “lamentable” la decisión.
El destino del proceso de paz es todavía imprevisible y, por lógica, contar con un historial de intentos previos avisa sobre la terquedad de una guerra que ya lleva más de sesenta años. La novedad se vuelve, entonces, condición de la esperanza. Y la novedad es que, por primera vez, las conversaciones no son solo entre “aparatos” militares que se miden y juegan su partida de ajedrez. La vaporosa pero existente “sociedad civil” aparece ahora más decididamente en escena y el poder político, que en otro momento aparecía como mero legitimador de las acciones bélicas, apuesta por una salida negociada.
En un marco de disputa por consolidar un espacio de autonomía respecto a los Estados Unidos, integrando políticamente a Sudamérica, que Colombia dé una vuelta de página en su historia por sus propios medios, se parece mucho a un triunfo de toda la región.

Federico Vázquez

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