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La fuerza del mito

martes, 15 de enero de 2013 00:00
martes, 15 de enero de 2013 00:00

A nadie se le ocurrió nombrar como “8E” a la gran movilización popular que cada enero suscita la devoción por el Gauchito Gil, aún cuando esta última vez se manifestaron tantas o más personas que en las últimas movilizaciones del 2012.
Sucede que la fe en el Gauchito no se expande principalmente por las redes sociales, aunque tal vez en el futuro encuentre allí una vía más para su rizomática expansión. Lo que su culto celebra es un puñado de memorias que se transmiten de manera oral, colectiva y anónima. En ello reside su específico poder de convocatoria.
Esos legados, que no reciben su legitimidad de alguna instancia estatal, eclesial o académica se nutren de la memoria popular, que los conserva como fuente de nuevos sentidos vitales.
Estos sentidos dislocan ciertos relatos constitutivos de la identidad nacional. Frente a la idea de que la sociedad argentina es en última instancia una sociedad homogénea, las fiestas que conmemoran al Gauchito Gil recuperan la importancia de los negros en la constitución de las clases populares argentinas.
Que Antonio Gil haya sido apresado tras los festejos paganos dedicados a San Baltazar -el único rey mago negro- no es el único indicio de esta presencia: quienes se oponen a la expansión del culto advierten a los promeseros que se trata de “magia negra”.
Además del poder de dislocación, la devoción al Gauchito Gil posee un poder de descentramiento. Cada ocho de enero se torna visible cierto estado de suspenso, la posibilidad de que en el modo de contar la historia se produzca una inflexión, por la cual, ni siquiera la ciudad capital de Corrientes sino Mercedes, asumiría el centro de la nación, en un movimiento que ahora se replica en las grandes ciudades e incluso llega hasta la Patagonia.
De este modo, las clases populares advierten que cuentan con otros recorridos y posibilidades latentes en la historia y el presente del país, dibujando una cartografía que en otra época hubiera sido caracterizada como “periférica” y que hoy es signo de una movilización que tiene más de fiesta y exceso que de peregrinación.
La dislocación y el descentramiento son condiciones de posibilidad para imaginar nuevas formas de reunión popular. En este sentido, el Gauchito Gil es también un santo democrático: un bocinazo, un cigarrillo, un vino, es todo lo que se pide para ser parte de la comunidad. Las velas que se encienden en los altares no parecen evocar luto o mero recogimiento sino el deseo popular de que ese muerto siga vivo entre los vivos. Y como el Gauchito Gil no hace negocios con la culpa, su promesa no demanda ninguna penitencia.
Cuentan que antes de su muerte injusta en manos de un coronel, el Gauchito Gil advirtió a su victimario que su hijo podía salvarse de una enfermedad terminal si rezaba una oración en su nombre. El Gauchito Gil fue asesinado y el hijo enfermo del Coronel se salvó, tras la súplica de su padre. Así se convirtió en santo Antonio Gil.
Este milagro es más que la prueba póstuma de la inocencia del Gauchito; es también el modo que encuentran las clases populares para señalar (a través de una leyenda y no de un archivo) que no son responsables de la violencia que se prolonga en la historia argentina.
La cultura nacional cuenta con varios gauchos célebres. El más famoso, Martín Fierro, un gaucho de Ida y Vuelta que ingresa en la historia cantando la extraordinaria pena que aqueja a aquel que tuvo que haber perdido todo para poder volver. Un gaucho sin Vuelta, Moreira, que pelea hasta al final, es decir, hasta su muerte. Y Rivero, un gaucho que enfrenta al poderío inglés en el mismo territorio en que se operó la usurpación.
Desde hace algunas décadas, el Gauchito Gil se integra a esta saga como santo popular. Las clases poderosas lo toleran como reliquia pintoresca, y lo difunden como el espectáculo y la fiesta enorme que cada ocho de enero se recrea.
Pero sabemos, por discusiones recientes, que la aceptación del otro requiere algo más que tolerancia. Como cualquier humano, el Gauchito Gil pide amor. Exhibe su propia falta y sólo así acepta a los otros tal cual son. Porque es capaz de un gesto así, el Gauchito es un ícono de la cultura popular que enriquece significativamente la construcción democrática de la Argentina.

Soledad Guarnaccia

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