Las razones de Estado y los estados de la razón
Por Jorge Dorio
En las confrontaciones cotidianas y con pequeñas variantes según el escenario, la lucha política obliga algunas veces a prescindir de modales cortesanos y despejar el terreno para fintas y agachadas que, pese a su picardía heterodoxa, no transgreden los límites de la ética ni se asoman al barrio del delito.
Los últimos tiempos nos han sometido al molesto asombro de comprobar que esas “licencias” han avanzado hacia la peligrosa dimensión de otros desbordes.
Es el caso de los entuertos en los que debiendo primar la lógica de la Razón de Estado, se da prioridad a las ventajas eventuales de la disputa partidaria.
Casos como el de la Fragata Libertad, la cuestión Malvinas, los conflictos en tribunales neoyorkinos o la apertura de mercados alternativos, son algunos de los temas que, con honrosas excepciones, han mostrado un perfil de la oposición signado por la inmadurez, la mezquindad, la obnubilación del corto plazo y, de manera más alarmante, la pérdida de una perspectiva nacional sacrificada por la obsesión por obtener algún rédito inmediato al enfrentarse al oficialismo. Este campo, por su parte, asentado en un grado de diversidad que no es menor, ha mostrado también en alguna ocasión el exabrupto de voces disonantes. Pero ha contado con la ventaja de un timón firme y un rumbo preciso, elementos que rápidamente transforman cada traspié en una mera anécdota.
Esa óptica alterada de lo nacional parece acentuar aún más las dificultades opositoras para erigir una alternativa convocante, no sólo en términos político-ideológicos sino también en el más inmediato terreno electoral.
La tediosa necesidad de reiterar este panorama narrado ya en anteriores ocasiones radica en su condición reveladora de otros rasgos que han ido acentuándose en las últimas jornadas. La discusión sobre el memorando argentino-iraní partió del citado desapego por la Razón de Estado y empezó a transitar otro campo no menos sensible.
La existencia de una tragedia con víctimas fatales en la base de una discusión exige, en primer lugar, un respeto sin mácula por el dolor y la pérdida irreparable de una vida. Al mismo tiempo, los responsables de dirimir tales conflictos no deben perder de vista la necesidad de no asumir el natural dolor de los damnificados como única guía para garantizar que su lectura se ajuste estrictamente a derecho. Ese posicionamiento es el único emblema de aquello que sostiene el tejido conectivo de una comunidad, el corpus de obligaciones y garantías consensuado por todos aquellos que reclamen para sí la condición de ciudadanos.
La responsabilidad fundante de mancillar este terreno le cupo en su momento a los medios. Primero los que asumieron sin ambages su condición amarillista. Luego los que pretendieron disimularla. Hoy, tristemente, a los que sirven de faro ideológico a desorientados representantes que, con tal de lograr una figuración virtual, abandonan todo pudor y dignidad.
La cima de esa montaña de degradación se alcanza cuando un hecho trágico se torna atractivo para esta fauna carroñera al encontrar en él una vinculación cualquiera que, merced a un alambicado movimiento, permita salpicar a quienes en mayor o en menor medida estén alineados con algún postulado del Modelo.
Esa canallada, ni más ni menos, es la que nutre la difusión escandalosa del suceso que vinculó en un trágico accidente la muerte de Reinaldo Rodas y la vida de Pablo García.
Si a ese siniestro momento hay ligados otros nombres debe buscárselos en noticieros y editoriales que han usado al hecho en cuestión como excusa para exhibir su propia inmundicia.