Correo y opinión

La impronta local de la dolorosa historia reciente

sábado, 23 de marzo de 2013 00:00
sábado, 23 de marzo de 2013 00:00

El Terrorismo de Estado forma parte central de la historia reciente en la Argentina, como uno de los temas más problematizadores de nuestra sociedad, por su cercanía al presente en el que aún conviven quienes fueron las víctimas y los responsables de los crímenes cometidos durante este período mediante el uso de la violencia sistemática por parte del Estado contra miles de personas. El terror colectivo como metodología de disciplinamiento social por parte de quien debe ser el garante de los derechos individuales de los ciudadanos, derivó en consecuencias que aún permanecen en varios sectores sociales.
Pero quizá el elemento distintivo del Terrorismo de Estado, asociado este concepto a la última dictadura militar argentina, es la desaparición sistemática de personas. No se trataba solamente del asesinato ilegal de seres humanos, sino de algo más profundo y trágico: borrar todo rastro de existencia humana. Se trataba de quitar no sólo la vida sino la identidad, convertir a los enemigos en la nada misma. La muerte de por sí genera un profundo dolor en sus familiares, amigos y demás seres humanos. Pero sus deudos tienen la posibilidad de hacer el duelo, visitar sus tumbas, llorar su ausencia. Hacer sucumbir a las familias en la de-sesperación producida por el desconocimiento sobre el paradero de sus seres queridos, formaba parte de un sistema de aniquilamiento total que incluía además, a los hijos de los desaparecidos al ser apropiados por los represores para darles otro destino familiar y social fuera de toda lógica y dignidad humana.
Otro aspecto nefasto por las consecuencias a largo plazo que produjo en la sociedad argentina, lo constituye la ruptura de los lazos sociales. Influenciados fuertemente por los autoritarismos europeos de las primeras décadas del siglo XX, los sectores represivos del ejército actuaron también siendo funcionales al juego de intereses de los sectores oligárquicos, afectados en la década del 70 por la crisis económica mundial, que generaron las condiciones necesarias para que se impusieran las bases del neoliberalismo. Esta ideología, cuyo paradigma se plantea como el vaciamiento de sentido político a la sociedad, desmovilizándola, despolitizándola y reemplazando los ideales multitudinarios por la exacerbación del individualismo a través de la extensión del miedo en todos los sectores sociales, a fin de aislarlos entre sí.
Las reacciones sociales fueron escasas e insuficientes ante tamaña maquinaria dictatorial, sin embargo muchos grupos de personas defendieron a sus seres queridos, diminutos, solitarios y clandestinos. Y lo hicieron desde el ámbito más próximo, más íntimo, desde las entrañas mismas de la maternidad. Porque quién podía contra la fuerza del vínculo entre madres e hijos en la búsqueda incansable de los suyos que trascendió fronteras temporales inconcebibles hasta para el sentido común?. Madres y abuelas (que es casi decir lo mismo), se convirtieron en las fuerzas sin armas de destrucción, por el contrario, inquebrantables en el vínculo humano más sólido, en medio de tanta soledad, de tanta ruptura de los lazos sociales que habían llevado a la humanidad a aspirar a un mundo mejor.
El retorno a la democracia, fervoroso y esperanzado desde la incorporación de los Derechos Humanos como un elemento nuevo y aglutinador de la sociedad argentina -de la mano de Alfonsín hay que decirlo- no alcanzó sin embargo mantenerse en el tiempo, por la fuerte amenaza a las instituciones democráticas de las fuerzas militares que aún gozaban de poder político y hasta cierto consenso social. Por ello, la frágil democracia de los ‘80 no significó en este aspecto una recuperación inmediata de la verdad y la justicia respecto de los crímenes y violaciones de los Derechos Humanos; lo que da cuenta quizá de la herida más profunda que dejó la dictadura en los argentinos planteado hoy como el desafío más importante: reconstruir los lazos sociales, sin los cuales es imposible desarrollarse como sociedad plena de sus derechos y obligaciones. Porque es allí donde reside el principio rector de la democracia, en auspiciar el establecimiento de los lazos horizontales de los ciudadanos. Los gobiernos democráticos surgen y se mantienen desde sociedades democráticas, de otro modo se vuelven endebles y vulnerables a las minorías dictatoriales y poderosas. ¿O no fue eso lo que pasó en Latinoamérica en la mayor parte del Siglo XX?

El Terrorismo de
Estado en Catamarca

Durante mucho tiempo, se extendió la idea de que “en Catamarca no pasó nada” durante la Dictadura, que fue una isla en el contexto de terror nacional entre 1976 y 1983. Sin embargo, existía la percepción velada pero insistente de que la Dictadura atravesó nuestra provincia con todos sus elementos constitutivos, hubo detenciones, desapariciones, una Ley de Prescindibilidad, por la que muchos catamarqueños perdieron sus fuentes laborales, profesores y estudiantes universitarios obligados al exilio y la persecución sistemática a todos los opositores al régimen.
Mientras tanto, la sociedad seguía su ritmo bucólico de pequeña aldea norteña. La dictadura no atravesaba un túnel clandestino al margen de la sociedad. Transcurría inmersa en la rutina provinciana, impunemente entretejida en el devenir de una comunidad negadora del trágico destino de muchos comprovincianos que por años fueron excluidos hacia fuera de las fronteras provinciales, pero también hacia adentro de la cotidianeidad catamarqueña, convertidos en un “otro” que había que evitar, destruir desde el olvido social. En nuestra provincia, también los lazos sociales fueron rotos.
En Catamarca, el terrorismo adquirió la particularidad propia de muchas sociedades conservadoras, con oligarquías hegemónicas y poblaciones postergadas en la pobreza. Por lo tanto, el abordaje de la Dictadura en Catamarca, a casi cuarenta años de producido el hecho continúa siendo un desafío importante. La memoria está fuertemente condicionada todavía, aunque alentadoramente menos, por cierta “autorización” social, en tanto y en cuanto no afecte la reputación de muchos de los involucrados en la dictadura que aún ocupan puestos claves en la dirigencia política, intelectual e institucional de nuestra provincia.
La interpelación es necesaria, desde la educación y la justicia, desde la opinión pública y desde el Estado, a fin de ir generando paulatinamente un clima social de verdad, memoria y justicia. Y en ello, la responsabilidad nos cabe a los adultos en la transmisión generacional hacia los más jóvenes. El filósofo Héctor Schmucler sostiene que “los jóvenes no son responsables del pasado, pero sí del futuro, para que esos errores del pasado no se repitan”. Para que la memoria histórica reciente se transforme en memoria ejemplar que nos lleve al aprendizaje de construir la democracia desde las entrañas mismas de la sociedad.
 

Edith Toledo
Programa Nacional
Educación y Memoria
Ministerio de Educación,
Ciencia y Tecnología

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