Por delicadeza, perder la vida

domingo, 23 de septiembre de 2018 00:00
domingo, 23 de septiembre de 2018 00:00

Por Antonio Lucas

Al igual que Marcel Proust, el sexto barón de Byron, Lord Byron, consideraba que un secreto compartido es un secreto que aspira a ser revelado. Quizá por eso dejó pocos sin contar. 

En diarios y memorias desplegó las pertenencias de su intimidad. La infancia malencarada con su madre; las primeras fascinaciones; los excesos con una de sus niñeras, Mary Gray, calvinista y alcohólica, que a los nueve años lo inició en la lectura de la Biblia y en el sexo. El arrebato erótico por su prima, Margaret Parker, que lo rechazó por joven y lo arrastró a la poesía... 

Lord Byron había nacido en Londres en 1788, con el Romanticismo pidiendo paso. Y enlazó con la aristocracia por un hilo de muertes sucesivas y títulos que saltan de mano en mano.

Es el personaje perfecto para encarnar un tiempo nuevo. Acarrea una capacidad desbordante para deslumbrar, sabe cargar la suerte en el artificio, cultiva una renovada condición de calavera, maneja con el mismo encanto la impertinencia y el peligro. Pero hay días en que el humor le da colorido y otros en que una melancolía lo amarillea, aparcándolo lejos del manierismo que tanto gusta al público. 

Lord Byron izó la poesía con su juventud, y fue dejando un rastro de prosas reunidas en diarios. A veces son textos donde se transparenta el hombre con sus pasiones y sus averías; otras, un artificio que sólo la pura incorrección disculpa.
Sus diarios traen una rara armonía desde muy distintos frentes: el hedonismo, el desencanto, lo bello y lo dramático. Todo junto. 

Que si dandi antes del dandismo, que si rengo caprichoso (nació con una deformidad en los pies), que si desatado, que si satánico. Esa apoteosis teatral fue una conquista del poeta mismo. Aunque no siempre fue para tanto. 

En las páginas de estos diarios irregulares cabe un hombre que a veces deja el disfraz al final de algún párrafo, movido por la espontaneidad o por el artificio. Consciente de una fama que alimentar y cansado (a ratos) de su propio campaneo. 

“Nunca consigo que la gente entienda que la poesía es la expresión de las ‘pasiones excitadas’, y que no hay tal cosa como una vida de pasión”. En esta cita está Byron de cuerpo entero, con su peligro. Igual se descose por el impacto de un paisaje que por la necesidad de prestar servicio a una causa revolucionaria. Igual por un poema que por un amor furtivo como el que mantuvo con su hermana de padre, Augusta Leigh, del que nació su hija Medora para escándalo del público. 

El poeta fue acusado de incesto, cosa que le alegró porque ayudaba a incrementar la fama que en 1812 fue espumando con la publicación de los dos primeros movimientos del poema Child Harold, donde cuenta sus viajes por Europa con afán hiperromántico.

Son cuatro los diarios de Lord Byron: el de Londres (noviembre de 1813-abril del 1814), el alpino (septiembre de 1816), el de Rávena (enero-febrero de 1821) y el de Cefalonia (junio de 1823-febrero de 1824). Y muchos los poemas que en su día lo auparon al primer puesto de la poesía inglesa, hasta que los escándalos y la denuncia de sus irregularidades sexuales lo condenaron a un cierto rechazo social. 

Ya se había casado con Anabella Milbanke, hija de Lady Melbourne, (“Te arrepentirás de haberte juntado con el diablo”, dicen que le dijo el día de la boda). Anabella no pudo soportar el exhibicionismo del poeta, su insinuada bisexualidad, tantas amantes repartidas por alcobas y salones... Y lo abandonó. 

Byron maldice Inglaterra y escoge marchar para siempre. Lo fija en sus cuadernos, en sus diarios y en las memorias coloreadas de su biógrafo, Thomas Moore, que a la muerte del escritor ejerció de censor (como corresponde a los aduladores de oficio).

Era famoso en Europa por sus poemas y por su jaleo. Ya en 1814 había escrito esto: “¿Quién que tuviera algo mejor que hacer escribiría? ‘Acción, acción, acción’, dijo Demóstenes: ‘Acciones, acciones’, digo yo. Y no escribir... y menos aún rimar”. 

No podía ser una vida larga. Hasta que la verdad desagradable asoma. Muere su madre, muere su hija Allegra, mueren algunos de sus pocos buenos amigos, como el poeta Percy B. Shelley. 

El desencanto se instala en su repertorio de desniveles. “Tengo el presentimiento de que moriré en Grecia. Espero que sea en plena acción, pues sería un buen final para una muy triste existencia, y tengo horror por las escenas de lecho de muerte”. 
Acertó. 

El último de los diarios que se conservan de Lord Byron es un inventario de malos augurios cumplidos. Fascinado por la guerra de independencia griega contra el Imperio Otomano, quiso dar la batalla. Como si las situaciones dramáticas estuviesen numeradas, cumplió con todos los protocolos expedidos por el romanticismo.

Llegó el 4 de agosto. “No he venido aquí para unirme a una facción, sino a una nación. Y para tratar con hombres honestos, no con especuladores o prevaricadores (los griegos se pasan las culpas casi a diario de unos a otros)”, escribió en la última entrada del último de sus diarios. 

La salud se le desgasta. Sufre un ataque convulsivo que lo deja sin habla y postrado. Le aplican sanguijuelas en las sienes. Ya no da tiempo a más. Su fama era extraordinaria. Había desembarcado en Grecia con yelmo homérico, pues su visión de la guerra venía directamente de las lecturas de La Iliada. El 19 de abril murió Lord Byron en Missolonghi. Extremado, desafiante, trágico, febril, poeta. Su cuerpo volvió a Inglaterra embalsamado y en una cuba de coñac. “

Es extraño pero es verdad, porque la verdad es siempre extraña, más extraña que una ficción”. 
Tenía 36 años.

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