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Morir en internet

martes, 8 de octubre de 2019 01:07
martes, 8 de octubre de 2019 01:07

Suele decirse que uno se muere cuando nadie lo recuerda. Es una máxima tan popular que es la premisa de la película animada Coco, que hizo llorar a medio mundo. Queremos trascender: en un Más Allá religioso, en la vida después de la muerte laica que implica dejar una obra, una casa, los hijos, o en el recuerdo de quienes estuvieron a nuestro lado. Esa ilusión ayuda a negociar con la muerte en términos (algo) menos vertiginosos. Ahora, sin embargo, esa vida después ya existe, es una realidad: es el más allá digital. Por supuesto, ahí queda nuestro rastro, pero no nuestra conciencia --lo que sería la verdadera inmortalidad, pero ése es otro debate--. ¿Quién no tiene un sobresalto cuando aparece en los recuerdos de Facebook ese amigo muerto hace un año o los padres, de vacaciones en 2015, entonces ancianos, hoy ya cremados? Todo esto puede evitarse cambiando las configuraciones, pero la mayoría de la gente tiene una relación intensa pero a la vez muy casual con la tecnología, incluso crédula. Y la muerte en las redes sociales es un asunto particular con reglas propias.


Desde hace unos años crece la preocupación por la herencia digital. Todo lo que hacemos online es nuestra huella digital: eso es permanente. No solo las fotos y los posteos: los viajes que le pedimos a Uber, los recorridos en GoogleMaps, lo que vemos en YouTube, cada búsqueda. Todo es rastreable: es una historia paralela y con frecuencia secreta. La pantalla es una compañera de la intimidad a la que acudimos para tipear esa fantasía sexual inconfesable, ese fetiche secreto, esa curiosidad malsana. Pero la pantalla no guarda nuestros secretos y esos recorridos siguen y seguirán ahí, todos los grupos cerrados donde descargamos obsesiones y odios, todos los foros donde nos logueamos de madrugada para ver cosillas morbosas, todos los chats con novies virtuales que preferiríamos mantener en la discreción. Cuando uno muere, la posibilidad de encontrar estos trayectos está a un clic de distancia. Y cada vez más gente, en el mundo entero, quiere controlar el daño, la herencia, la imagen que quedará impresa.


Controlar es el verbo. Algunos dirán: “qué me importa, si ya estoy muerto”, y tendrán razón. Pero la mayoría no es tan razonable y quiere disponer de cómo serán manejadas sus redes sociales después de la muerte. Irse no es fácil en vida, como lo sabe cualquiera que haya intentado borrar su perfil. Una vez muerto, la dificultad se duplica. El sentido común indica que las redes borran los perfiles después de cierto tiempo de inactividad. No es así. El sentido común, además, no existe o, mejor dicho, es un mal consejero.


Facebook, a pesar de la cada vez más repelente figura de Mark Zuckerberg, sigue siendo la red favorita de todos. Incluso los centennials, de quienes se dice que ni siquiera abren Facebook por considerarla “de viejos”, tienen su perfil ahí: es como un DNI. En Facebook, si el muerto no decidió previamente qué hacer con su perfil --es posible hacerlo de antemano pero casi nadie es tan previsor-- los deudos pueden contactar a la red social para hacer tres cosas: desactivar, borrar o memorializar, es decir, mantener el perfil activo y convertirlo en un memorial virtual donde la gente puede dejar sus tributos, recordar al muerto en fechas significativas y demás. Es bastante fácil si se tiene el e-mail y la contraseña del difunto, pero si no, se necesitan algunos papeles: un certificado de nacimiento, un certificado de defunción (puede ser también el link a un obituario o noticia de la muerte de un medio “confiable”) y pruebas de que se actúa en nombre del titular del perfil, es decir, parentesco cercano o alguna autorización legal. En el caso de “memorializar”, la configuración permite el acceso sólo a amigos y familia, que pueden seguir viendo las fotografías y algún update y hablar entre ellos. El manager de la cuenta --el heredero-- no puede cambiar nada de lo que ya está ahí, solo hace updates y modera comentarios.


Con Twitter es más sencillo, porque desactiva las cuentas después de unos seis meses de inactividad. Por supuesto, alguien puede hackearla y relanzarla. Para asegurar el cierre hay que tener: el nombre de usuario, el certificado de defunción, la copia del DNI o pasaporte, y una autorización firmada con los detalles del difunto y el motivo de la desactivación, además de un link a un obituario. Todo debe ser enviado a la dirección de Twitter en San Francisco. Está claro que es más sencillo esperar la desactivación automática.


Instagram también memorializa o borra una cuenta si se le dan instrucciones y con la documentación correcta. Lo que no se puede es tomar esta decisión en vida, como sí lo permite Facebook, donde se puede planear el funeral. ¿Por qué no, si son la misma compañía? Así de misteriosas son las corporaciones y sus necesidades.


Seguir enumerando resultaría repetitivo, pero es bueno recordar que muchos usuarios tienen además Linkedin, Pinterest, Snapchat, YouTube y tampoco hay que olvidar las cuentas de Amazon, Mercado Libre o la opción de shopping favorita. Hoy el usuario promedio de internet cuenta con alrededor de seis redes sociales activas, incluyendo foros específicos, apps de conversaciones, grupos de interés especial, canales de hobbies (la actividad de los gamers es gigantesca). Es obvio que manejar todo esto no es una tarea fácil: es un trabajo. De hecho, se recomienda que el ejecutor del testamento digital no sea el tío que olvida la contraseña de Netflix, sino alguien más avezado en cuestiones tecnológicas. Asoma una nueva figura, un trabajador del futuro: el ejecutor digital, una persona especialista en este trabajo a quien se puede contratar. Hay que pensar que, como en el Cielo en relación a la Tierra si se cree en esas cosas, en Facebook pronto habrá más muertos que vivos. Un dato: hoy, el 41% de las personas que usan redes sociales le han mandado un mensaje a un muerto. En público o en privado. Por error o como conmemoración.


Por supuesto la relación de la muerte e Internet no se trata solo de lo que borramos y controlamos, sino de que la relación digital-público ha cambiado en alguna medida nuestras maneras de hacer duelo. En el último siglo, morir se convirtió en un acto privado y casi inaccesible: la agonía estuvo rodeada de pudor. No más velorios en casa y en la propia cama ni fotografías post-mortem; tampoco ya bóvedas monumentales, sino tumbas discretas, cajitas de cenizas, cementerios-parque. Las redes cambiaron esto, con sus contradicciones, claro está.


La muerte en internet ¿Borrar o dejar las huellas de la vida virtual?

Mariana Enríquez

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