Desde la bancada periodística

La herida que no cierra

sábado, 3 de abril de 2021 01:51

Casi cuatro décadas, exactamente 39 años, transcurrieron desde aquella mañana del 2 de abril de 1982, cuando los argentinos despertaron con la noticia de que se habían recuperado las Islas Malvinas.

Ni el padecimiento de una dictadura genocida, ni los eternos dramas sociales y económicos, se interpusieron entonces en una de las mayores manifestaciones de euforia colectiva que recuerde el país.

Tocada en su patriotismo, en sus sentimientos más profundos, la población salió a las calles para exteriorizar emociones y una alegría desbordante.

Pocos comprendían que el país estaba ingresando alegremente al mismísimo infierno.

Como suele ocurrir, la mirada retrospectiva ofrece innumerables elementos para el análisis, que en aquel momento resultaba muy difícil identificar.

Tienen derecho los jóvenes de hoy, a preguntarse cómo fue posible que una sociedad entera resultara presa tan fácil de la manipulación mediática y oficial, a preguntarse cómo fue que casi nadie advirtió la inexorable debacle que asomaba.

Argentina, puesta en manos de un alcohólico desequilibrado, iba a la guerra contra una potencia mundial, respaldada por Estados Unidos y la comunidad europea. Sin armas adecuadas, sin preparación.

Conscriptos rasos, que en muchos casos no habían recibido ni siquiera la instrucción básica en uso de armas, fueron enviados a un territorio hostil, mientras un general delirante desafiaba con bravuconadas al enemigo.

“Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”, gritaba Leopoldo Fortunato Galtieri desde el balcón de la Casa Rosada. Y es verdad, la multitud estallaba.

Puede parecer a la distancia una reacción de alarmante ingenuidad. Pero se trata en realidad de un comportamiento de raíces más complejas.

El pueblo no respaldaba a Galtieri. El pueblo se levantó para acompañar a sus soldados. Nada se le puede reprochar a los argentinos, que hicieron gala de una solidaridad conmovedora.

Allá cuando no existía el cable ni internet, cuando todos los canales de televisión dejaban de emitir a medianoche, se organizó una maratón ininterrumpida de 24 horas para recolectar ayuda para los soldados.

Fue algo impresionante: la gente daba lo que no tenía, desde dinero en efectivo hasta joyas familiares, abrigos, alimentos.

No podía ser de otra forma: desde cada provincia, cada ciudad y cada pueblo, habían partido combatientes.

Junto al fervor crecía el miedo y la incertidumbre de quienes despedían a un hijo, un hermano, un novio.

Y los ingleses vinieron.

                                                                 

La guerra

La guerra duró dos meses y doce días, entre el 2 de abril y el 14 de junio. Argentina, que había recuperado el territorio usurpado sin encontrar oposición, una vez que se desató la lucha resistió como pudo.

Quedaron desparramadas en la historia miles de anécdotas de actos heroicos, como los que protagonizó el sargento Mario Cisnero, símbolo y emblema de todos los catamarqueños que pelearon en las heladas tierras australes.

Pero la derrota era inevitable, por más que las magistrales intervenciones de la fuerza aérea dilataran la resolución del conflicto bélico.

No había equivalencias entre un país inexperto y de escasos recursos, frente a tropas profesionales de elite.

Argentina, que insólitamente había aceptado el arbitraje norteamericano, aliado histórico e incondicional de nuestro enemigo; expuso su debilidad dramáticamente.

En el medio se disputó el Mundial de Fútbol de España y se concretó la primera visita al país del Papa Juan Pablo II. Su llegada no estaba programada, pero la agenda de Karol Wojtyla ya tenía acordado un viaje a Londres, y el Pontífice improvisó su llegada a la Argentina para mostrarse imparcial.

Juan Pablo II, hoy santo, hizo un desesperado llamado a la paz en ambos países. Pero la sangre y el fuego se derramaban y ya no se detendrían.

Al unísono, la prensa nacional dirigida por el gobierno de facto, impuso una campaña triunfalista descomunal.

Un golpe terrible fue el hundimiento del ARA General Belgrano, también con catamarqueños a bordo, que fue destruido el 2 de mayo por el ataque de un submarino fuera de la zona de exclusión, provocando la muerte de más de 320 argentinos.

Igualmente, tapas de diarios y revistas insistían con el contundente triunfo que se estaba consumando, mientras durante todo el día se transmitían comunicados con mayoría de noticias alentadoras.

Como ya había ocurrido y volvería a ocurrir otras veces después, se había llegado al punto en que la realidad marchaba por un carril y la información por otro.

Pero los hechos no se podrían ocultar indefinidamente. Todo terminó cuando se confirmó la rendición argentina.

La herida

La herida que se abrió con la derrota en la guerra nunca cicatrizó.

Demasiado dolor, demasiadas pérdidas, demasiada injusticia como para digerir. Lo terrible fue que aquellos que habían sido enviados al matadero, fueron quienes pagaron ante la sociedad.

Hoy los llamamos héroes, pero a su regreso encontraron indiferencia, desprecio y abandono. La escalofriante cifra de las casi 700 bajas que sufrió el país en combate, se vio superada en los años siguientes por la cantidad de combatientes que se quitaron la vida, atrapados por los fantasmas de la guerra, la soledad y la desesperación.

Y esa realidad es uno de los motivos por los cuales resulta imposible dar por superado el episodio histórico. No puede Argentina dar vuelta la página, cuando no resolvió sus deudas externas ni internas.

Porque las Malvinas siguen hoy bajo dominio británico, y porque nunca se les brindó cobijo a quienes lucharon allí.

El presente

“La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional. La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del Derecho Internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”.

El párrafo anterior, aunque pocos lo sepan, no es una declaración ocasional: está incluido en la Constitución de la Nación Argentina, y se lo incorporó en la reforma de 1994.

Argentina tiene por ende la irrenunciable misión de recuperar las islas, aunque los avances hacia ese objetivo fueron virtualmente nulos.

También nos queda como sociedad la obligación de rendir homenaje, con honor y gratitud a nuestros héroes, que fueron muchos. Más de un centenar de comprovincianos lucharon contra los ingleses en el archipiélago, y entre ellos perdieron la vida Mario Cisnero (Capital), Mario Rodolfo Castro (Tinogasta) y Eduardo Federico Marcial (Santa María), en combate, y Robustiano Barrionuevo (Andalgalá) y Carlos Alberto Valdez (Tinogasta), en el hundimiento del crucero General Belgrano.

Deberíamos también ejercitar un poco más la memoria, y recordar que en esos oscuros días, quienes estuvieron de nuestro lado fueron países latinoamericanos, como Bolivia, Perú, Venezuela; cuyos inmigrantes son a veces discriminados como vecinos de segunda categoría.

Las connotaciones políticas que rodearon la guerra, tanto aquí como en Gran Bretaña, son bien conocidas. Los análisis estrictamente militares, incluyendo teorías conspirativas e hipótesis de toda índole, abundan por doquier. Quedan una docena de películas, innumerables libros y registros del fatídico enfrentamiento de 1982; conflicto que permanece irresuelto.

Ante la magnitud de semejante acontecimiento histórico, sirvan estos aniversarios para reconocer y reivindicar a sus víctimas, porque las heridas que todos llevamos en el alma, ellos también las llevan en su piel. Merecen respeto.

El Esquiú.com

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