El Festival Unicos, que se propone presentar en el Teatro Colón y en formato sinfónico a una serie de artistas de diferente más bien ajenos a los criterios de programación de un teatro lírico de temporada, ofreció al cantante Luciano Pereyra, que despertó una fuente respuesta del público.

Claro que no se trata de examinar la legitimidad ni la pertinencia de la presencia de Pereyra a tenor de los juicios sobre las categorías de lo “popular” o lo “académico”, ya que, no hay necesidad de señalar la proximidad o la ajenidad del cantante a esos preceptos que en sí mismos inconsistentes, pues no se trata de construir estigmas de abolengo musical; pero sí puede advertirse sobre las relaciones que cada artista establece con las condiciones de escucha de una sala pletórica de singularidades objetivas a partir de aquello que capitalizan, lo que confrontan y de las condiciones que deciden ignorar.

En favor de la propuesta: el anuncio de Pereyra en el Colón no tiene tintes engañosos: prefigura exactamente lo que luego ofrece en el escenario y, en ese sentido, hay una relación honesta. Mucho más objetable resulta la presentación del mismo artista en otros escenarios menos rigurosos en lo técnico pero lo que señalan como parte de tradiciones musicales a las que Pereyra no pertenece ni dice pertenecer.

Pereyra se presentó con esquema orquestal al mando de Gerardo Gardelín, con experiencia en espectáculos variados. Son pocos los artistas masivos que, frente a la consigna sinfónica del Festival Unicos, encuentran en esa novedad un resultado más fructífero que en sus instrumentaciones primariamente elegidas.

“Fue la noche más importante de mi carrera”, sentenció, seguramente con ánimo sincero, Pereyra antes de aventurarse en los bises y en la sección más desenfadada de la noche. No pareció desmentirlo su público.