Cuentos de ultratumba
“Padre Nuestro que estás en los cielos…”
Aquel viernes, la tarde se presentaba, cálida y apacible.
-¡Vamos, está ideal para que salgamos un rato!, respondió Gabriela, termo y mate en mano, ni bien le pregunté si gustaba acompañarme.
Atrás quedaba el enardecido y despiadado invierno y septiembre, por su parte, festivo y cerril, retornaba desde La Cuesta del Portezuelo, para escurrirse a los saltos entre las quejumbrosas calles de San Fernando del Valle, acicalado de frescos ramilletes, rosados y añiles.
Nos desplazábamos lentamente en el automóvil; recorreríamos sin ningún apuro, empeñados en apartarnos del trajín cotidiano. Maravillados ante los lapachos y jacarandás florecidos no dejamos de embriagarnos con las fragancias a madre selva y jazmines de Valle Viejo; charlábamos, pausadamente, sin desprendernos del mate. Marcharíamos hasta Amadores, en el departamento Paclín y de allí, a una antigua iglesia.
-¿Iglesia abandonada? ¡Qué raro!, recuerdo que le dije a ella que levantó las cejas, sin quitar la vista de una placita de La Chacarita con el césped recién cortado; el cuidador que regaba con aspersores nos saludó estirando una mano, sin conocernos siquiera.
- Confieso que, para mí, una iglesia abandonada nunca fue algo común. Provengo de una familia católica y siempre creí que el abandono de santuarios sólo podía obedecer a causas imponderables, por no decir execrables, en las que no faltaban conjuros, blasfemias y anatemas de todo tipo, como cierta ocasión comprobara en Santa Fé.
Capaz que yo veía demasiados documentales de hechos paranormales en You Tube, vio, y la imaginación se me volvía prodigiosa ni bien oía acerca de un misterio, digo yo, no sé.
Al cabo de media hora de viaje, a la vera del camino, descubrimos la decena de casas antiguas y frentes chatos. La mayoría, desde las anchas paredes de adobe o ladrillos desnudos, entreveradas con alguna que otra huerta sazonada de durazneros y nogales, se deshilvanaban a la vera del río, cuyas frescas y cristalinas aguas tornaban el lugar en un espacio, sosegado y agradable. Amadores, ciertamente, parecía perpetuar el tiempo de un siglo pretérito, donde el esplendor sobre seguro reinase entre las cansinas y vetustas residencias solariegas, con sus callecitas de tierra.
- ¡Sigan el camino de ripio y llegarán!, señaló al pasar el dedo chueco de cierta mujer regordeta ataviada en gran moño negro ceñido al cabello. Nos detuvimos a su lado sin bajarnos del vehículo. Entonces noté que empujaba un anticuado carrito para bebés; en el interior una gran muñeca de porcelana vestida de negro iba recostada. Lo más extraño no sería eso sino el hecho de que ni siquiera le habíamos preguntado nada. Gabriela entreabrió los ojos y me codeó.
-¡Hay cada loco suelto…! deslicé a Gabriela, sin levantar la voz, observando la manera en que la otra mujer nos miraba y sonreía con los ojos extraviados, mostrándonos los tres dientes que le faltaban. El moño cimbraba grotescamente sobre su cabeza enrulada, seguro que era una loca.
- “¡Pobrecita”, pensé.
Al final, sorteamos el polvoso tramo, a cuyas márgenes revelamos varias casas desiertas.
Llegamos con los últimos rayos solares que comenzaban a descolgarse desde el oeste y arañaban los adobes del otrora campanario. Desde el automóvil divisamos el contorno de la construcción, bajé entusiasmado, no lo niego, apresurado tal vez y saqué fotos; a las apuradas también; la luz diurna se escurría…
¡Cómo olvidarlo!
Fue entonces cuando el intenso aroma a flores silvestres me rebasó, extraño porque de sólo echar un vistazo en derredor no observé ninguna flor, a no ser la hilada de alambres lisos que demarcaban el perímetro, escueto y repleto de escombros, dentro del cual se recortaba la iglesia. Aclaro que tampoco advertí otras plantas con flores, ni siquiera una enredadera silvestre o brea florecidas. En verdad me asombraba el acopio de las miles de piedras y lajas intercaladas con adobe; se disponían en una altura que superaban holgadamente la decena de metros.
Me pregunté acerca de cuántos años poseería la arquitectura, ¿quién o quiénes la habrían llevado a cabo, con empeño y originalidad? Se observaba a la legua la pulcritud y belleza impresas en cada recinto y en lo que fuera la nave principal. De algo estaba seguro: no eran improvisados quienes la erigieron. Indudablemente, el trabajo en los dinteles rematados en conspicuos arcos, denotaban manos hábiles. Si acaso no era atribuible a los jesuitas como ciertos sabiondos de la capital sostuviesen en publicaciones de internet, ¿quiénes habrían sido entonces? ¿Los mismos habitantes del otrora Amadores? Porque de ser así, la construcción, por su tamaño, debería haber demandado la afectación de decenas de obreros y vaya a saberse cuántos años, quienes no sólo habrían seleccionado cada piedra o laja para luego apilarlas de a miles hasta darle forma, sin hablar de los entarimados y acabados que exige un templo religioso, mucho más católico, de épocas lejanas. ¿Lo cierto?: el lugar se encontraba abandonado, en absoluta apatía. Podía percibir el dejo de congoja añeja que exudaban cada ladrillo o piedra diseminada; las paredes hablaban y no eran de alegría, precisamente. ¿Cuántos pecados allí se habrían expurgado; cuántos casamientos, bautismos y hasta sepelios pudieron haberse llevado a cabo entre las fornidas paredes, sin dejar de lado la infinidad de promesas y confesiones de vicisitudes pecaminosas, tal vez, inconfesables, aún hasta para los inveterados oídos de un sacerdote de la época de don Felipe Varela o cualquier patriota, donde el violín del degüello se tocaba en cualquier parte de estas tierras? Todo eso me preguntaba aquella tarde cuando ya oscurecía y de entre los escombros, pretendiendo quizá la razón de tan doloroso abandono, yo desandaba de un recinto a otro, afligido, sin saber por qué.
Gabriela se acercó sigilosa, estiró un mate y con la mirada esparcida alrededor, tal vez sorprendida, levantó nuevamente las cejas, para señalar:
-Parece antigua, debe haber sido hermosa ¿no?
- ¡Sí!, eso parece, respondí, sin dejar de especular acerca de los años que tendría el derrumbado edificio. Porque mucho se decía acerca del origen: había quienes sustentaban que era Jesuita, (ciertamente, supieron existir construcciones de La Orden en proximidades a La Merced); en cambio otros, con visos universitarios, la daban de fines del siglo XIX con documentos del curato.
- Mira estos revoques, y la manera en cómo acuñaron piedra sobre piedra, recuerdo que repuse, devolviendo el mate a Gabriela. – No parece del siglo pasado, para mí es más antigua-.
Así habremos permanecido algunos minutos, en silencio, contemplando, sólo contemplando las ruinas. A escasos metros, en dirección a La Merced un cartel: “Cementerio”.
Fue extraña e inadvertida la sensación; el intenso hormigueo en las vértebras y un frío espantoso en la nuca me envolvieron de sólo toparme con la señal. No sé, quizá usted me entienda si le digo que experimenté como si hubiese pisado una serpiente o algo así, retorciéndose debajo de los pies. Gabriela desde lejos me gritó que esperaría en el automóvil. Las penumbras ya constreñían el redil. Juzgo que en ese momento descubrí el resplandor. Yo seguía sin entender y más asustado todavía. De pronto: un chispazo y luego la llama.
- “¿Una vela encendida?”, pensé. “Recién estuve allí y no la noté” Como pude me hice de coraje y emprendí hacia lo que hubo de ser el altar alguna vez; de allí partía la refulgencia; aunque débil era nítida. Habrá sido de diez metros, no más, la distancia. Apartado por el grueso tabique del campanario no lograba divisar el automóvil. Pero mi mayor pavor nacería al descubrirlo: un monje o lo que fuese rezaba arrodillado, tenía las manos juntas frente al pecho, lo escuché clarito: “Padre Nuestro que estás en los cielos...”. No me animé a interrumpirlo, se lo veía tan vívido, tan concentrado, no podía ser un fantasma, con el cabello oscuro y la piel pálida. La sotana negro talar y que todo lo cubría parecía un escudo. De pronto, como si me advirtiera, se cubrió la cabeza de un manotazo. Nunca lograré entender cómo es que yo, que no veía nada en la oscuridad, sin embargo podía ver todo… No sé cómo fue, pero recuerdo que dije “Amén” para atropellar hacia el alambrado, despavorido. Ni bien logré darme paso entre los alambres, arremetiendo contra las piedras sueltas, giré la cabeza en dirección a la entrada al cementerio, escasos metros más allá (¡Me arrepiento, cómo me arrepiento!) Porque al pie de lo que juzgué la tranquera de acceso al camposanto, otra sombría silueta, demasiado oscura y alta, tan alta como una puerta, se removía también en una especie de sotana, gruesa y bruna. El grito fue brutal y espantoso, volví a mirar y ésta vez lo divisé elevado al campanario, serpenteando jirones de tela negra.
Incomprensiblemente supe que el ente nos observaba, tenía los ojos encarnados como el resplandor de la vela descubierta al pie del altar, y sonreía, igual que la mujer regordeta que nos indicara en la tarde, sonreía, mostrando los colmillos de la muerte, inevitable y tenaz. Sobre su cabeza, un enorme moño parecía ondear al arbitrio del viento repentino.
Créame si le digo que jamás hube de imaginar aquello. Ahora sé que algo terrible y muy perverso sucede allí, ni bien sobreviene la noche, lo sé, en la antigua iglesia de Amadores, huérfana y devastada, dónde no sólo un monje jesuita parece estar en la oscuridad.
¡Padre Nuestro que estás en los cielos…!
IGNACIO MARTÍN LUI. Es el seudónimo del Profesor en Historia Guillermo Antonio Fernández. Reside en Fiambalá, provincia de Catamarca desde el año l993. Oriundo de Goya, provincia de Corrientes, cursó sus principales estudios en la provincia de Buenos Aires.
Entre sus obras podemos mencionar: “CUENTOS DE AYER, HOY Y SIEMPRE” (1998); “CUENTOS DE LA TIERRA BRAVA” (2008); “OÍD MORTALES” (2010) (1er Premio Nac Literatura Lobos, Bs As); “CAEN ESTRELLAS EN EL RÍO” (2016-novela); “EL AULLIDO DE LA MUERTE” (2018); “ARRIVEDERCI” (2020- (Distinción internacional entre más de 500 escritores por Rotary Club, Flores, Cap Fed); “PANDEMIA” (2022). En general, ha obtenido numerosos premios y distinciones tanto a nivel nacional como internacional e integra más de un centenar de antologías literarias. Ha sido traducido a la lengua inglesa con su obra “Alas de gorrión”, (2011) en THE LETTER ON PAPERS. (Edit de Los Cuatro Vientos-Cap Fed).