Columna política
Una de las buenas medidas del gobierno fue atacar la usura, uno de los peores flagelos de una sociedad donde existen niveles importantes de pobreza y desocupación, factores que -aparte de crear inseguridad- hacen posible este negocio de pícaros y ventajistas. Cuando le tocó asumir a Corpacci pululaban en todo el Valle Central las casas de préstamo que, a tasas desmesuradas, funcionaban bajo condiciones inaceptables. Hasta incautaban tarjetas de cobro de los empleados y directamente tomaban sus cuotas de los cajeros automáticos, con lo cual conseguían doble objetivo: ganancias y cero riesgo. La necesidad y la desesperación de la gente hizo posible que el “negocio” creciera, a punto de ver multiplicarse los carteles ofreciendo préstamos “sin condiciones”.
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El decreto de Lucía y la posterior implementación de las reglas de juego que, entre otras, establecían la del tope en el cobro de la tasa de interés, produjo cierres de “empresas” que esquilmaban a la gente y ni siquiera servían como fuente de trabajo. Hasta allí todo bien. Lo que vino después y tiene plena vigencia en estos tiempos es otra práctica, mucho más informal y peligrosa que la anterior. La ejerce cualquiera, sin papeles, sin pagar impuestos y, una vez más, las presas más codiciadas son los empleados. Por lo que sabemos y pudimos comprobar in situ, se cobra hasta un 400% anual, una verdadera locura teniendo en cuenta que las tasas bancarias no superan el 20%.
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Si la usura, además de la inflación, sigue abatiéndose sobre los hogares más pobres, el Estado no puede mirar para otro lado. Alguien tiene que controlar esta espuria comercialización. La Policía y la Justicia deberían considerar el tema en términos de prevención y en función de los problemas que pueden sobrevenir. Por ejemplo, abriendo un registro de denuncias en el que queden involucrados los “prestadores” o montando guardias en el Casino, el lugar donde va a parar gran parte del dinero que se presta. Si el gobierno “ya hizo 30, que haga 31”.