Los aprietes y la amenaza de muerte (contra un familiar suyo) de la que fue objeto el intendente capitalino, Raúl Jalil, no deberían pasar de-sapercibidos para la Justicia y la Policía. Fueron tan burdas ambas maniobras que de ninguna forma puede considerarse difícil descubrir hechos que hacen a la tranquilidad pública y al correcto funcionamiento de las instituciones. Además, en las denuncias que se realizaron se dieron a conocer detalles puntuales como para orientar la investigación. Si esto se deja pasar, aparte del mal precedente que queda, aumentarán las sospechas de que “el diablo anda metiendo la cola” no sólo en la política, sino en la institucionalidad.

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Las acciones que llevan adelante los piqueteros bien que las comprendemos. Por empezar son hijos de la exclusión social, de la que el Frente Cívico supo aprovecharse -por muchísimos años- fomentando la dádiva y creando condiciones para que este tipo de protestas se multiplicaran. En cada corte de ruta o de una calle, la solución fácil era llevar bolsones de comida, algún dinero en efectivo, un colchón o una ventana que, en forma inequívoca, era vendida por $50 o $70 a inescrupulosos que estaban dispuestos a comercializar con indigentes y menesterosos. La solución no pasa por allí, muchos menos por reprimir. Simplemente no hay que hacer lugar a la extorsión. Por el contrario, se impone desalentarla y canalizar la ayuda por las vías que corresponde.

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En los ataques a Jalil hubo elementos extraños a los propios piqueteros, como antes los hubo en recordados disturbios, como por ejemplo el de Parque América. Está prácticamente comprobado que existió incentivación frente al Palacio Municipal y en la denuncia se hace hincapié sobre un vehículo, del que se especifica hasta su chapa, del que bajaron personas y entregaron dinero a los piqueteros. ¿Cómo no se va a descubrir quiénes fueron con semejante revelación? ¿Y qué motivos que no sean políticos puede perseguir alguien que realiza estas maniobras?