El desembarco en Malvinas el 2 de abril de 1982 fue un “manotazo de ahogados” de la dictadura cívico-militar que naufragaba en Argentina. Había un creciente descontento popular y el entonces presidente de facto Leopoldo Fortunato Galtieri, intentando desviar la atención de los problemas internos, desencadenó la guerra con Gran Bretaña por la soberanía sobre las Islas Malvinas. Ese objetivo no se cumplió para los dictadores argentinos, pero sí favoreció a Margaret Thatcher, la única mujer que ocupó el cargo de Primer Ministro de Inglaterra.
Ella llegó al poder en 1979 y encaró una completa transformación al apoyar la privatización de industrias estatales y el transporte público, la reforma de los sindicatos a los que prácticamente despojó de poder, la reducción de los impuestos y del gasto público y la flexibilización laboral. Esas medidas pronto consiguieron rebajar una inflación que parecía no tener freno, pero tuvieron un costo muy alto por el aumento del número de desempleados. La euforia inicial por su llegada al poder se transformó pronto en frustración, a tal punto que los sondeos presagiaban la derrota de Thatcher en las elecciones generales de 1983. Pero la guerra ganada a la Argentina en junio de 1982 dio vuelta el ánimo de la población inglesa cambiando el destino y la fama de la “dama de hierro”. No sólo ganó las elecciones al año siguiente, sino que prolongó su mandato hasta 1990.
Quizás debamos “agradecerle” que haya asestado el golpe de gracia a la ya agonizante dictadura. Pero cuando entre nosotros resuenan todavía sus palabras: “¡Hundan el Belgrano!”, recrudece el dolor por aquel hecho que mereció la condena internacional, porque el crucero argentino estaba fuera de la zona de exclusión.
Hay quienes la consideran un adalid de la libertad. Pero para nuestra memoria colectiva fue una mujer feroz, memoria que comparten muchos ingleses, y esa imagen nos vino a la mente cuando ayer recibimos la noticia de su muerte.