Si hay algo en lo que fue lamentablemente exitoso el modelo de propagación cultural que, desde la ciudad de Buenos Aires, se irradió hacia el resto de la Argentina, fue en el borramiento progresivo de las identidades locales y su sustitución por los modos y estéticas de la gran urbe. En cierto punto de la historia nacional -y casi inevitablemente- todos miraban los usos de la metrópoli y esto alcanzó también a los hábitos alimentarios. Tradiciones culinarias de muchos años fueron reemplazadas, merced a la acción de distintos agentes, como los medios masivos de comunicación, por otras que partieron desde la cocina porteña y que rápidamente fueron adoptadas en los lugares más recónditos del país.
Desde hace algunos años, sin embargo, se empezó a reconocer la importancia de recuperar los saberes ancestrales y las preparaciones que usan elementos regionales, perfeccionadas a lo largo de las generaciones y transmitidas en el ámbito de cada familia. También lo esencial que era volver a producir insumos y cultivos olvidados con el tiempo.
Es por eso especialmente relevante el reciente encuentro que distintos actores institucionales llevaron adelante para fomentar el consumo de la quínoa como alimento familiar.
Famosa en todo Sudamérica, especialmente en las zonas andinas, esta semilla fue parte fundamental de la dieta nativa por sus propiedades de alto valor nutritivo para la salud, y su muy sencilla obtención. Si bien hace bastante que volvió a estar en boga, son pocas las experiencias que permitieron su aprovechamiento concreto.
Durante la reunión de interesados en este tema se avanzó, justamente, en acuerdos entre organismos técnicos que permitan pensar en producciones de mediana escala y su incorporación, a través de distintas recetas, por ejemplo en los comedores de las escuelas.
Rehabilitar nuestra identidad, también en este aspecto, es algo imprescindible para dar una lucha contra el sentido impuesto desde los grandes centros y revalorizar lo que nos define como pueblo.