Editorial
Obligaciones
La Legislatura provincial sancionó un extraño proyecto de Ley, ya aprobado por senadores y diputados, en virtud del cual se impone “la interpretación, con carácter obligatorio, de temas folclóricos y danzas nativas de autores catamarqueños, o interpretaciones que reflejen, costumbres, lugares y tradiciones de la Provincia de Catamarca, en establecimientos educativos de gestión pública y privada con aporte estatal”.
Se entiende perfectamente el espíritu de la iniciativa, que seguramente apunta a la defensa de rasgos culturales propios, pero es una pésima señal que la identidad catamarqueña, el amor a la cultura del propio terruño y hasta su música, tengan que sobrevivir desde el mandato imperativo de una ley. No se puede obligar a nadie a amar, no se puede obligar a nadie a emocionarse, ni se puede resolver mediante ley el sostenimiento de la propia cultura. El camino a seguir para esa meta es claramente otro.
Una gran batalla habremos perdido ya, si quienes tienen la misión de legislar, se ven en la necesidad de obligar a niños y jóvenes a escuchar aquello que por alguna razón no les interesa.
La pregunta es si este método de imposición funcionó alguna vez en algún lugar del planeta o si se conoce de alguna norma legal que haya podido internarse en una cuestión tan íntima como las preferencias de un pueblo.
La cultura musical es viva y dinámica. Crece, muta y se desarrolla naturalmente. Y muchos de los ritmos que hoy representan banderas de nuestra cultura, nacieron desde la marginalidad: desde el tango hasta el cuarteto.
Catamarca tuvo, tiene y seguramente tendrá artistas y piezas musicales brillantes y propias. Pero ninguna canción puede considerarse buena o mala según haya sido compuesta aquí o en otra parte.
Las leyes tienen un amplio universo de acción, pero inmiscuirse en las cuestiones musicales quizás exceda su alcance. Entre otras razones porque no es así como funcionan las querencias y los afectos.
“Obedeced señores, sin sumisión no hay ley... escuchen estas canciones y no otras”. Imaginar esta sentencia roza lo ridículo. Quizás la ley también, por muy buenas intenciones que esconda.