Existen alrededor del mundo innumerables ejemplos de celebraciones que mutan de lo sagrado a lo profano y de lo pagano a lo oficial, por los impredecibles giros que los pueblos y sus culturas concretan, en ocasiones sin saberlo, a través de los tiempos.
Sin embargo, pocas fechas han variado en la costumbre popular de un modo tan drástico como el Día de los Inocentes, que partió del hecho histórico más aterrador y se deformó a través de los siglos en un día fértil para bromas y burlas pueriles.
El Día de los Inocentes comenzó como una conmemoración de la fe católica orientada a los “niños inocentes” que murieron en la matanza que ordenó el rey Herodes para deshacerse de Jesús.
Cuando trascendió que el Mesías había nacido, el rey Herodes I el Grande, obsesionado por el poder y con miedo a perderlo, ordenó matar a todos los niños menores de dos años en su afán por acabar con ese pequeño al que veía como una amenaza.
De esta manera, Herodes rodeó la ciudad de Belén con su ejército pero, según se relata en la Biblia, un ángel advirtió a San José de lo que ocurría y pudieron huir a Egipto con Jesús.
Es inimaginable el espanto de una decisión de ese tipo, y cuesta comprender el momento en que tan oscuro episodio derivó en una situación distendida y graciosa.
Posiblemente el ambiguo significado popular de la palabra inocencia en algunas regiones sea la punta del ovillo.
En su célebre obra “Los santos inocentes”, el español Miguel Delibes describe con cruda maestría los vaivenes de una familia pobre de Extremadura, donde utiliza la palabra “inocente” como sinónimo de “tonto”, al referirse a personajes centrales con deficiencias mentales.
Aunque el libro es relativamente moderno, quizás por esa cuestión terminológica pueda explicarse la actual impronta, evidentemente superficial, de una fecha trágica en toda su esencia.