Desde la bancada periodística

Quizá no fue el mejor, sí el más grande

sábado, 28 de noviembre de 2020 02:10
sábado, 28 de noviembre de 2020 02:10

La partida de Diego Armando Maradona atravesó el alma de millones de argentinos, de una manera impactante y conmovedora, que se expresó en la tristeza genuina de innumerables corazones, aquí y alrededor del planeta.


Es muy difícil provocar una reacción espontánea de semejante magnitud. Son acontecimientos reservados para unos pocos elegidos, capaces de conquistar el afecto de las masas y anidar en sus sentimientos para siempre.


Figuras de esa estatura, personas que trascienden su condición de seres de carne y hueso para ser abrazadas por pueblos enteros, aparecen muy de vez en cuando. Muertes tan sentidas que representen un golpe para naciones enteras, ocurren no más de una o dos veces cada siglo.


Muchos argentinos lloraron el miércoles cuando chocaron con la noticia del deceso de Diego. Y esas lágrimas eran efecto de un dolor verdadero y profundo. Lágrimas propias de una pérdida irreparable. Lágrimas por un ser querido que ya no está.
Sociólogos de todas partes podrán estudiar y analizar este fenómeno, pero rápidamente puede advertirse que no se lloró por un jugador de fútbol. El Diego futbolista se había marchado hace mucho: hacía más de veinte años que no pisaba un campo de juego profesionalmente, y los argentinos no rompieron en llanto cuando se alejó de las canchas.


En los últimos días se repitió hasta el cansancio que Maradona fue el mejor jugador de fútbol del país, del mundo, de toda la historia. Pero es el camino equivocado para llegar a entender lo que generó su muerte.

¿El mejor?
Cuando los argentinos discuten y afirman que Maradona es el mejor futbolista que existió, en realidad están confesando que es el futbolista al que más quieren. Quién sabe si fue el mejor. Quién sabe cómo determinar quién merece ocupar ese trono, si es que existe.


Como punto de partida, debe decirse que no hay manera precisa de evaluar individualmente las condiciones de un deportista que se desempeña en un juego colectivo. No existe en la historia del fútbol ningún jugador que haya triunfado solo, algo que es materialmente imposible.


La elección del mejor es simplemente un entretenimiento propio de quienes disfrutan el juego, y buscan identificar a quien más se destaca. Se hace en cada certamen, cada año, incluso al concluir cada partido. Pero no significa nada.
Mucho menos podemos hablar del “mejor de la historia”, cuando con suerte hemos podido ver a algunos futbolistas contemporáneos y nada más.


Esos dictámenes obedecen siempre a cuestiones afectivas o de cercanía. Hay toda una generación que decidió que el mejor es Maradona, y nada ni nadie le hará cambiar de opinión. La generación anterior también admiró a Maradona, pero nunca lo consideró realmente capaz de discutirle el reinado a Pelé. Otros, aún mayores, valoraron más a Alfredo Distéfano. Los más jóvenes se inclinarán seguramente por Lío Messi, y el criterio seguirá variando según qué figura haya visto cada uno en su esplendor: la belleza siempre está en los ojos del que mira.


No surgen tampoco elementos objetivos para establecer una comparación, ya de por sí imposible tratándose de épocas, condiciones y realidades diferentes.


Las estadísticas son en este plano inútiles, y no aportan nada. Por caso, en la imaginaria competencia Maradona-Messi, muchos consideran decisivo el hecho de que Diego ganó un Mundial y Lío todavía no: fue subcampeón. Entonces deducen que Maradona es mejor. Pero ellos mismos descartan ese argumento cuando comparan a Maradona con Pelé, que ganó tres, y resuelven que de todas maneras Maradona es mejor. Porque sí. Porque quieren que sea así.
Alfredo Distéfano, universalmente incluido en el podio de los mejores de todos los tiempos, ni siquiera llegó a disputar un partido en mundiales. Y allí está, en el mismo olimpo futbolero.

Cómo evaluar
No hay manera objetiva de evaluar, por eso siempre se impone el criterio personal. Messi hizo más del doble de goles que Maradona y conquistó el cuádruple de títulos. Pelé directamente triplicó los goles de Diego. Pero todos ellos estuvieron a su vez condicionados por momentos, compañeros, circunstancias históricas, rivales. 
Diego, con toda su incuestionable magia y brillantez, tuvo una carrera irregular. En algunos momentos alcanzó niveles superlativos, que son los que se recuerdan, pero atravesó también largas mesetas de opacidad e inactividad. Clubes como Newell’s, Sevilla, el mismo Boca o Barcelona, no vieron sino pequeñas ráfagas de su talento.


Decir que un jugador es el mejor de la historia del fútbol es una afirmación que no puede sostenerse desde el razonamiento lógico, y aplica para cualquiera que se elija. Es una frase que no puede tener más peso que el de una apreciación subjetiva. Ni siquiera el éxito determina la calidad personal, porque éxitos y fracasos de equipos nunca dependen de las condiciones de una sola persona.


Pero el público no se enamora de las estadísticas. No se hacen posters y láminas de gráficos cartesianos. El público ama a las personas, y convierte en leyendas a aquellas que les provocan más y mejores emociones.

La grandeza
Quizás Maradona no fue el mejor. Pelé lo supera largamente en títulos y conquistas. Messi lo supera abrumadoramente en vigencia al más alto nivel. Distéfano lo supera en versatilidad en el campo de juego. En el balance global, será difícil determinar supremacías entre ellos, y otras extraordinarias estrellas como Johan Cruyff, Ronaldinho, Zinedine Zidane, Michel Platini, Cristiano Ronaldo y tantos otros. Lo que nadie puede poner en duda, es que Maradona tiene un lugar de privilegio en esa reducida elite.


El punto en el que Diego supera a todos, y se torna incomparable, es en la grandeza. Esa cualidad intangible que no hay manera de cuantificar, pero que se respira y se palpa.


La grandeza de Maradona se construyó a través de los años por su propia decisión y acontecimientos fortuitos que lo acompañaron. Le tocó medirse con Inglaterra en un mundial, a solo cuatro años de la Guerra de Malvinas. Y el desparramo de ingleses que hizo en la cancha, e incluso la burla de anotarles un gol con la mano, fueron su verdadera canonización en este país futbolero hasta la médula.


Como leyenda viviente, creció y creció con actitudes que no siempre se vincularon con lo estrictamente deportivo. Su insulto al público italiano que silbaba el himno, su corazón para jugar lesionado ante Brasil, su inocente salida de la mano de una enfermera en Estados Unidos, sus constantes caídas y heroicos regresos, todo fue alimentando la misma figura hasta convertirla en gigante.


Maradona fue rebelde, maleducado, prepotente. Pero a la vez honesto, generoso, noble. Surgido de una villa miseria, devoto de su madre, débil ante las tentaciones, humilde para reconocerlo, valiente para no esconderse, hidalgo para tratar de salir.
Era invulnerable a la picadora de carne en que pueden convertirse los medios masivos, voraces e insaciables de escándalos. El siempre salía ileso, porque contaba con el amor de la gente de su lado, un pueblo que nunca lo abandonó.


Los argentinos no se apropiaron del futbolista, sino de ese muchacho que los reflejaba en sus virtudes y miserias.
Fue una figura pública prácticamente durante medio siglo. Convivió con niveles de popularidad y presión social desconocidos para el resto de los mortales. Rodeado por un séquito de ángeles y demonios, internos y externos, dio forma a una vida apasionante, con gloria y drama, placer y tragedia, sueños y pesadillas.


Hasta que un día todo terminó, y la historia escrita no era ya una historia de fútbol. La gente no lloró por sus goles, sino por el chico de Fiorito que hizo de su vida una epopeya sin par.
Quizás Diego no fue el mejor, pero indudablemente fue el más grande.

El Esquiú.com
 

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