Desde la bancada periodística
Se debe abolir la Ley del Talión
El título es simbólico. La Ley del Talión no tiene vigencia: rige en el país un sistema de Derecho, con normas específicas que tipifican los diferentes delitos y contemplan para cada uno la correspondiente pena, luego de considerar agravantes y atenuantes de cada circunstancia.
La Ley del Talión se remonta a un antiquísimo pasaje bíblico, del libro del Deuteronomio, que enseñaba drásticamente: “Y no tendrás piedad: vida por vida, ojo por ojo, mano por mano, pie por pie”.
Más cercana al concepto de venganza que de Justicia, esa idea no resistió el avance de la civilización, pero de alguna manera perdura en el imaginario colectivo más primitivo de la sociedad, y cada nuevo caso que se difunde de “justicia por mano propia”, viene a ratificar que son mayoría quienes avalan las reacciones violentas contra algún delincuente; reacciones a veces desmedidas y alejadas de cualquier proceso de juzgamiento.
El protagonista del último acontecimiento de esta clase, capaz de dividir la opinión pública nacional, es Jorge Adolfo Ríos, un jubilado de 71 años.
Ríos mató a un ladrón que había ingresado con otros cómplices a su casa, con intención de robarle. En el atraco, uno de los malvivientes se lastimó un tobillo, y apenas si podía caminar. Optó por huir, salió de la casa y quedó tirado en la calle.
Ríos lo siguió y, con el asaltante ya indefenso en el suelo, sin que representara amenaza alguna, lo remató a balazos a quemarropa. Ahora está detenido.
La complejidad del asunto encendió una polémica que regularmente reaparece en el país. Para unos, el ladrón construyó su propio destino y merecía la suerte que encontró: él entró a robar, y el jubilado sólo se defendió.
Para otros, un delito no puede ser nunca justificación de un delito mayor: ya había salido de la casa, estaba herido, no había ninguna necesidad de matarlo.
El panorama reúne tantos elementos sociológicos, psicológicos, morales, éticos y legales que forzar una conclusión rápida y simplista sería un error.
Muchas de las posturas disfrazadas de análisis, son en realidad un compendio de odios y resentimientos contenidos, que encuentran en estos episodios una válvula de escape. Como también, en otros casos, emergen lógicos temores, ante la sensación de vulnerabilidad y la desconfianza en una Justicia que no actúa o actúa demasiado tarde.
Ladrones, violadores, asesinos y estafadores liberados, varios reincidentes, que burlan el sistema aprovechándose de sus fallas o la falta de idoneidad de quienes lo administran, alimentan el oscuro malestar que erosiona luego en justificaciones.
Al cabo, estos casos disparan preguntas elementales, que resultan difíciles de responder: “¿Y si te roban a vos?”.
Innumerables antecedentes
El primer caso de Justicia por mano propia que alcanzó una repercusión mediática excepcional fue el del ingeniero Horacio Santos, hace exactamente 30 años.
El 16 de junio de 1990, Santos mató a Osvaldo Daniel Aguirre y Carlos González porque le robaron el estéreo de su auto Renault Fuego. El ingeniero, que tenía 42 años, dijo que ya le habían robado el estéreo una docena de veces y se hartó. Había practicado para usar armas de fuego, y para terminar con la vida de los ladrones, dos changarines que estaban desarmados, los persiguió un par de kilómetros.
La suma de elementos llevó al mismo dilema. Con la diferencia de que aquella vez el ¿asesino? ¿justiciero? encontró un fuerte respaldo oficial.
“Yo no sé cómo habría obrado en una situación similar. Habría que estar adentro de su piel”, decía el presidente Carlos Menem, comprensivo y distanciado de su condición de abogado.
El periodista Bernardo Neustadt, vocero excluyente de la época con gigantesco impacto social, no dudó en calificar a Santos como “un líder social” y razonó en voz alta: “¡Yo hubiera hecho lo mismo!”. Con esas dos puntas de lanza, políticos, artistas y personajes de la época se encolumnaron en la misma postura.
Héroe o villano, Santos fue finalmente absuelto. Pero su conducta hizo escuela.
El subcomisario Luis Abelardo Patti, quien tendría una importante intervención en Catamarca durante el Caso Morales, fue detenido el 2 de octubre de 1990 por apremios ilegales a dos detenidos por un robo en Buenos Aires. Una vez más, poder político y mediático lo defendieron, y rebautizaron como “Superpolicía”. Más cerca, el policía Chocobar fue recibido como héroe en Casa Rosada tras matar a un delincuente por la espalda en plena huida.
David Moreira, un chico de 18 años, fue acusado de querer quitarle el celular a una mujer en el barrio Azcuénaga de Rosario, en marzo de 2014. Un grupo de vecinos lo persiguió, lo rodeó y comenzó a golpearlo. Cuando se desplomó en el suelo, siguieron pateándole la cabeza hasta provocarle la muerte.
En junio de 2015, José Luis Díaz y Claudio Domínguez intentaron robar un celular en el barrio Quebrada de las Rosas, en la ciudad de Córdoba. Llevaban una pistola de juguete, y no pudieron quedarse con el teléfono. Unos 20 vecinos salieron advertidos por el incidente: Domínguez escapó, y Díaz recibió toda la furia. Fue golpeado en el piso y, ya desvanecido, atado a un poste donde siguieron pegándole hasta matarlo.
Cristian Cortez, de 18 años, fue asesinado a golpes en 2018 en San Juan, también por intentar robar un celular.
Para los relatos periodísticos, el “justiciero” reacciona ante un orden injusto, y lo hace empujado ante la ausencia del Estado. Pero el rumbo es peligroso. Cada vez con más frecuencia, la violencia de la “justicia” superaba a la del delito.
El 18 de octubre de 2017 un grupo de vecinos del barrio Santa Rosa de Lima, en Santa Fe, acusó a Fabio Santiago Borda de violar a una adolescente de 14 años. De inmediato incendiaron la casa del sospechoso y lo apalearon en la calle hasta matarlo. Jamás pudo determinarse si Borda, un vendedor ambulante, realmente había cometido el abuso.
El 25 de abril de 2018 ocurrió lo mismo en José C. Paz, Buenos Aires, cuando vecinos del barrio Favaloro mataron a golpes a Ricardo Martínez, acusado de violación que nunca fue juzgado.
El médico Villar Cataldo mató de cuatro tiros a un ladrón en 2016. A diferencia del ingeniero Santos, que nunca habló públicamente, Villar Cataldo se transformó en una celebridad paseándose por todos los canales de TV para contar su historia. Al investigarse el hecho, se verificó que había mentido, pero ya contaba con todo el respaldo social.
En septiembre de ese mismo 2016, el carnicero Daniel Oyarzún persiguió a un ladrón en la ciudad de Zárate, lo atropelló con su auto y lo mató. Desde Mauricio Macri a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lo defendieron abiertamente. Y la nómina podría continuar y continuar…
El error esencial
Existe una falacia fundacional en la justificación de los actos de violencia contra delincuentes o presuntos delincuentes, y es el pensamiento que se procura imponer desde la ultraderecha, una idea basada en que las leyes están hechas para proteger a los malvivientes.
Abogados, derechos, indagaciones y procesos, aun cuando dilaten la pena a quien transgredió una Ley, son en realidad para salvaguardar a quienes no delinquen.
El debido proceso judicial, lo que inteligentemente evita, o procura evitar, es que un inocente sea condenado. Por eso exige con tanto recaudo que se demuestre la culpabilidad más allá de toda duda razonable.
La justicia por mano propia equivale a la Ley de la Selva, y avalar que se ejecute con pena de muerte al acusado de robar un celular, equivale a aceptar que cada vez que salimos a la calle podríamos ser víctimas de una turba enfurecida porque cualquiera nos señala.
En lugar de preguntarse tanto “¿y si te roban a vos?”, para comprender los riesgos de estas conductas la pregunta debería ser: “¿Y si te acusan de robar a vos?”.
“Obedeced señores, sin sumisión no hay ley…” enseñaba nuestro máximo prócer. Y más cerca en el tiempo, del otro lado del mundo, Gandhi advertía sobre los riesgos del Talión: “Ojo por ojo y el mundo quedará ciego”.
La Ley del Talión debe por ello desterrarse en la práctica. Y ninguna circunstancia permite admitirla en nuestra sociedad.
El Esquiú.com