Desde la bancada periodística

Los planes y la emergencia eterna

sábado, 25 de junio de 2022 01:36

Los denominados planes sociales, etiqueta con la cual se aglomera un amplio y variado espectro de programas de ayuda oficial, volvieron al centro de la escena durante un discurso ofrecido por Cristina Fernández de Kirchner en una reunión sindical.

Allí, la exmandataria cuestionó la “tercerización” de muchos de los planes, cuya distribución y administración está bajo la órbita de diferentes organizaciones sociales, y reclamó que el Estado retome el control de aquello que le pertenece, por cuanto los fondos salen siempre de la misma caja.

En el marco de la interna que mantiene Cristina con el presidente Alberto Fernández, tales palabras cayeron en el saco de la pelea oficialista, sugiriéndose que la verdadera disputa pasa por hacer de los millones de argentinos que reciben ayuda un electorado cautivo, y por ende comenzó a analizarse quién se podría beneficiar más con la asistencia directa, y quién cediendo las chequeras a grupos no gubernamentales.

Toda lectura es válida, incluso cuando se contamine de intereses partidarios o sectoriales, pero la cuestión es más profunda y preocupante.

                                                                                                                                                                

Aporte necesario

Los planes sociales son necesarios como herramienta de ayuda inmediata para los sectores más vulnerables de la comunidad. En tiempos de crisis, ante la imposibilidad de resolver la realidad de quienes no alcanzan a cubrir sus necesidades básicas, es importante que el Estado muestre presencia solidaria.

El problema surge cuando los planes comienzan a deformarse y derivan en abusos, en ganancias para intermediarios, en despilfarros para gente que no los necesita, en un medio de control y dominación de las personas más pobres, y en un sistema que obra como método de estancamiento social en lugar de generar oportunidades de despegue.

Si una familia no tiene cómo alimentarse, que el Estado asegure ese alimento es vital, del mismo modo en que debe garantizarse la atención médica o el acceso a la formación escolar. La función de los planes, desde ese aspecto, es incuestionable.

Pero cuando la batería de planes deriva en la destrucción de la cultura del trabajo, cuando alguien que percibe diferentes beneficios termina por obtener una recompensa mayor al trabajador sin ofrecer ninguna contraprestación y sin responsabilidades; entonces una injusticia comienza a “sanarse” con otra injusticia mayor.

En todas las épocas hubo sectores muy necesitados, marginados del esquema laboral, pero cuando son millones y millones los que buscan amparo al calor del subsidio, algo está funcionando muy mal.

El trabajo genuino deja de ser la meta a alcanzar, y se arma una gigantesca red que perjudica al trabajador real, que irónicamente es quien sostiene al resto, que gana más que él sin hacer nada.

Y se llega a un punto donde el ciudadano común se pregunta si los sucesivos gobiernos realmente no pueden resolver el problema, o si en última instancia les conviene mantener a la mitad de la población bajo la suela de su zapato.

Antecedentes

Contando desde el retorno de la democracia, hace cuatro décadas, el primer programa de este tipo fue lanzado por el radical Raúl Alfonsín, quien implementó el reparto de la Caja PAN.

PAN era la sigla del Plan Alimentario Nacional, y fue aprobado por el Congreso de la Nación en diciembre de 1983. Allí se estipuló la entrega de una caja mensual con alimentos a quienes más lo necesitaran. Se repartían 1,2 millones de cajas al mes, y aunque la idea original era sostener el sistema por dos años, siguió durante todo el mandato de Alfonsín.

En Catamarca, gobernada por Ramón Saadi, el plan fue criticado porque no apuntaba a la generación de empleo. Pero al cabo la provincia copió el modelo y sacó la Caja ASI (Asistencia Social Inmediata), que era más o menos lo mismo.

Con el peronista-liberal Carlos Menem los planes no tuvieron ningún auge, aunque la gestión marcaría el nacimiento de los movimientos piqueteros. Fue tras el estallido social y la caída del radical Fernando De la Rúa en diciembre de 2001, cuando los planes volvieron a florecer.

Fue Eduardo Duhalde, electo por Asamblea Legislativa, quien lanzó un programa de asistencia masiva con el plan jefes de hogar. De la noche a la mañana, los desocupados pasaron a ser jefes.

El Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados fue creado a través del Decreto N° 565/02, y consistía en un beneficio económico de 150 pesos de entonces a jefas y jefes de hogar desocupados con hijos/as menores de 18 años a cargo, o discapacitados de cualquier edad.

Saliendo de un país en llamas y saqueos, el plan funcionó.

Llegó el kirchnerismo y hubo más planes, con la Asignación Universal por Hijo como el más emblemático. Este y otros beneficios se afianzaron, y con el tiempo llegó a tildarse despectivamente de “planeros” o “choriplaneros” a los seguidores de Néstor y Cristina.

Lo cierto es que en 2015 llegó Mauricio Macri, quien mejor representaba a los “antiplanes”. Pero podría caberle aquello de “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”, porque el hecho fue que durante su gestión los planes se duplicaron.

Y para coronar el itinerario, llegó la pandemia de coronavirus, donde los planes -ya duplicados por Macri- volvieron a duplicarse. Un descontrol total.

El presente

En Argentina, actualmente hay 141 programas de protección social y ayudas estatales. Se estima que por día se destinan más de 800 millones de pesos al pago de planes sociales, lo que representa unos 288.000 millones anuales.

Se reconocen esos programas como una ayuda crucial para millones de personas, constituyendo un ingreso básico para muchísimas familias que se encuentran en una situación de vulnerabilidad. Los reciben también muchos extranjeros radicados aquí.

Queda claro que si toda esa ayuda se suspendiera, los alcances de la crisis social y económica serían devastadores.

En nuestro país conviven, por ejemplo el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria, el Plan Nacional de protección social, el Plan Nacional de Primera Infancia, el Plan Mi Pieza, las Becas Progresar, la Tarifa social energía eléctrica y gas natural, el Programa Hogar, el programa SUMAR, el programa Incluir Salud, la Pensión no contributiva por vejez, el Monotributo social, el plan Jóvenes con más y mejor trabajo, el Seguro de capacitación y empleo, el Fomentar Empleo, el Seguro de Desempleo, la Pensión universal adulto mayor (PUAM), la Asignación universal para protección social (hijo e hijo con discapacidad), la Asignación embarazo para protección social, la Asignación familiar hijo/ hijo con discapacidad, la Asignación familiar prenatal, el Potenciar Trabajo, el Programa Alimentar, y la lista es casi infinita.

Los planes en la Argentina se han incrementado sin cesar en los últimos años. Los planes sociales del gobierno que se gestionan a través de Anses, hasta 2002 alcanzaban a dos millones de argentinos: hoy la cifra se ha multiplicado por 10.

Todo ello sin contar erogaciones extraordinarias como el IFE, que se organizó en plena pandemia.

Sin salida

Se estima que el 62 por ciento de los argentinos depende todos los meses de un cheque del Estado para sus gastos diarios.

Al margen de cualquier posicionamiento ideológico: esas son las cifras de un país que no funciona.

Un plan es de gran importancia para intervenir y contener a quien lo requiere, pero esa acción sirve en un momento de emergencia.

Si se vive en un estado de emergencia crónico y permanente, el diagnóstico sólo puede ser pésimo.

En este punto, la conclusión es que resulta irrelevante la discusión centrada en quién hace el reparto: lo haga el propio Estado o lo hagan organizaciones sociales, el problema es idéntico.

Hay una matriz productiva dormida, hay un sistema económico que no engrana, hay millones de personas excluidas y todo lo que se ejecuta -quizás no en la intención, pero sí en los hechos- tiende a afianzar esa exclusión.

Se presentan entonces dos dilemas gigantescos para Argentina: cómo generar trabajo genuino, y cómo desarticular este desastre que termina atentando contra el objetivo más elemental.

El Esquiú.com

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