Desde la bancada periodística
Un ministerio para la soledad
La soledad extrema es un fenómeno global con consecuencias sociales tan profundas como preocupantes.
Es perfectamente posible desarrollar una vida plena en soledad: Kierkegaard, solitario irremediable, se prescribía “baños de gente” en paseos lentos por las calles de Copenhague para luego volver a recluirse en su casa y seguir escribiendo. Se puede estar bien solo, y sentirse solo estando rodeado de otros. Nos referimos aquí al aislamiento social no deseado, sufriente y radical, una epidemia silenciosa que afecta a cada vez más personas.
Las causas materiales que explican este drama social pasan en primer lugar por los movimientos –siempre silenciosos pero siempre decisivos– de las estructuras demográficas. La esperanza de vida ha aumentado en el Primer Mundo y en algunos países de desarrollo medio, sobre todo en las grandes ciudades: en Argentina, por ejemplo, pasó de 69,5 años en 1980 a 76,7 en la actualidad. Esto estiró el tiempo que los padres viven sin los hijos, que puede extenderse hasta dos o tres décadas y llevar a una vejez solitaria en caso del fallecimiento temprano de uno de los cónyuges, usualmente el hombre (las mujeres argentinas viven más que los hombres).
Esta tendencia a una “individuación de la vejez” es resultado también de cambios en las subjetividades. Por ejemplo, la voluntad de los adultos mayores de preservar su autonomía hasta el final (al menos de aquellos que pueden permitírselo), evitando el asilo o la incómoda convivencia con hijos ya grandes que a veces los tratan con condescendencia, al estilo del abuelo de Los Simpsons, que cuando empieza a contar una anécdota en la mesa familiar sólo logra que todos se vayan hasta quedarse solo con Maggie, atrapada en su sillita de bebé.
También puede ser resultado de las separaciones tardías: parejas que no se animaban a encarar un divorcio en el pasado, cuando todavía no era tan usual, y lo hacen más tarde, cuando los hijos ya se emanciparon, luego de décadas y décadas de acumular reproches.
Pero el fenómeno no se limita a los viejos: el porcentaje de jóvenes y adultos que viven solos también viene aumentando. Entre los principales motivos podemos mencionar el retraso de la edad de inicio de la primera convivencia –de 27 a 33 años promedio–, la generalización de los divorcios (en 2020 hubo más divorcios que casamientos por primera vez en la historia) y las transformaciones en el régimen de maternidad/paternidad: aumento de la edad de los padres (la edad media a la que las mujeres tuvieron su primer hijo pasó de 28,4 años en 2000 a 31 en la actualidad), caída en la tasa de fecundidad (de 1,87 hijos por mujer en 2000 a 1,54 en la actualidad) e incremento de las personas que no tienen hijos.
Si la “individuación de la vejez” se explica en esencia por motivos de demografía, la de la juventud-adultez responde también al cambio en la posición de las mujeres en la sociedad, que ya no se limita al rol tradicional de madre, disputa con los hombres el mercado laboral y a menudo elige priorizar el estudio y las carreras profesionales. A ello hay que sumar las crisis económicas recurrentes –la muy argentina incertidumbre respecto del futuro material– que obliga muchas veces a postergar proyectos de familia.
En todo caso, cada vez más personas viven solas. Los hogares unipersonales pasaron de 30% a 35% en Alemania, de 13% a 23% en España y de 13% a 27% en Estados Unidos. El fenómeno es una función del desarrollo: a mayor nivel de ingreso, más porcentaje de hogares unipersonales. En Japón, un impresionante 40% de los hogares está habitado por una sola persona. En Argentina, en tanto, pasaron de 10% en 2000 a 18% en el censo de 2010, con notables diferencias según la provincia.
Un mundo de solos
Un posible reflejo cultural de esta tendencia es el auge de la “literatura del yo”, que ha hecho de la autorreferencialidad y la anécdota personal un subgénero que, como escribió Pedro Yagüe, parece destinado sobre todo a alimentar la imagen personal y exacerbar el narcicismo hiperindividualista de las redes sociales (el yo puede ser un protagonista aceptable cuando se trata de un genio torturado y al que le pasan cosas interesantes como digamos Emmanuel Carrère, pero pierde interés cuando se trata de un joven porteño un poco conflictuado que se pelea con la novia y se muda a un PH en Almagro).
Pero no nos desviemos. Decíamos al comienzo que la soledad puede ser un estado buscado y hasta ideal, y que se puede estar rodeado de gente y sentirse solo. Sin embargo, habrá que admitir que desde el Génesis (“No es bueno que el hombre esté solo”) la existencia solitaria es considerada un estigma. El habla popular argentina reconoce el drama de la soledad radical recurriendo a un sutil desplazamiento verbal: del “estoy solo” al “soy solo”. En la Grecia antigua, el peor castigo no era la pena de muerte sino el destierro: la condena al ostracismo.
El mercado ya opera sobre esta enorme masa de solos. Construye para ellos nuevos proyectos de viviendas, gigantescos edificios de departamentos de uno o dos ambientes con espacios comunes que van desde gimnasios y piletas a ámbitos de trabajo compartidos a los que los vecinos pueden ir con su laptop, asegurándose un mínimo de contacto humano en medio de una jornada solitaria.
Si el impulso al teletrabajo disparado por la pandemia profundizó aun más la tendencia a la soledad, cancelando la charla sobre la última serie al lado de la fotocopiadora, el chisme durante el almuerzo, no debería llamar la atención que el mercado ofrezca remedos: los espacios de coworking como recreación de la oficina, ese microcosmos de relaciones humanas que es el escenario principal de The Office y que hoy constituye un ámbito en claro retroceso. Del mismo modo, las mesas compartidas de los bares remiten a los viejos tablones de las antiguas tabernas y confirman que, aunque el comensal quizás mantenga la vista obstinadamente fija en la pantalla del celular o la computadora, la necesidad de estar con otros sigue latiendo en alguna parte.
Pero las dos innovaciones tecnológicas más notables destinadas a combatir la soledad no deseada son los robots y las apps de amigos. En Japón, unos 20 millones de personas, la mayoría de ellas mayores, viven solas, resultado del aumento de la esperanza de vida (la segunda más alta del mundo), la desestructuración del mercado laboral y la moda de las parejas jóvenes que aprovechan el teletrabajo para escapar de las ciudades, donde quedan sus padres.
La ciudad solitaria
El aislamiento social no deseado produce efectos muy dañinos sobre quien lo padece, a punto tal que la Organización Mundial de la Salud define a la soledad como una “epidemia” contemporánea: desde las clásicas angustia, ansiedad y depresión hasta trastornos de sueño, baja autoestima, afectación del sistema inmunológico y hábitos problemáticos como el alcoholismo.
La irrupción del coronavirus agravó este cuadro. Aunque el confinamiento fue difícil para todos, su efecto fue particularmente duro para quienes, al momento de declararse la cuarentena, se encontraban viviendo solos. Internet es un avance formidable, pero no permite mirarse de cerca, besarse o tocarse, respirar el aliento del otro, intuir su transpiración; activa sólo algunos sentidos, aplana vínculos que son conexiones más que relaciones.
En un editorial reciente, el diario El País advertía sobre un aumento de los suicidios de jóvenes en España en los últimos dos años, inducido en buena medida por el aislamiento, la soledad y el miedo al futuro que provocó la pandemia.
En La ciudad solitaria, un libro que es a la vez una crónica de inmersión no buscada en la soledad y un ensayo de crítica cultural, Olivia Laing sostiene que quienes atraviesan una experiencia de soledad extrema son más proclives a desarrollar una percepción negativa del mundo. Como si el sentido de sociabilidad se atrofiara, tienden a hiperpercibir las acciones dañinas o negativas –un pulgar para abajo en una red social, un roce involuntario en la calle, una mirada extraña en el transporte público– e ignorar las actitudes amistosas o agradables, lo que genera un círculo vicioso en el que la persona solitaria se sumerge cada vez más en un aislamiento receloso.
La soledad es parte de la angustia social, un fenómeno extendido que no se manifiesta por vía de una insurrección popular o una revolución al estilo de diciembre del 2001, sino a través de miles de microhistorias de dramas personales: gente que revienta para adentro. Aunque resulta imposible verificar esta hipótesis en una estadística general, algunos indicadores (aumento de la violencia intra-familiar, incremento del consumo de alcohol, desenfreno por los psicofármacos) sugieren que algo muy profundo está ocurriendo.
El aislamiento social alimenta este malestar más amplio, que también se refleja en el lenguaje de la época. La ferocidad de las redes, la indignación como la declinación a la que se recurre ante el menor contratiempo y la intolerancia que hoy campea en importantes sectores de la sociedad hablan en el fondo de un desconocimiento del otro, una negación empecinada a reconocer su legitimidad –y, en el extremo, su humanidad–.
Respuestas
Apenas asumió al frente del gobierno británico, Theresa May anunció la creación de un Ministerio de la Soledad que, dirigido por Tracey Crouch, desplegó una serie de políticas orientadas a enfrentar el aislamiento social, sobre todo de los mayores: al momento de anunciarse la decisión, la mitad de los británicos de más de 75 años (unos 2 millones) vivían solos.
En Japón, donde los restaurantes ofrecen mesas con una sola silla situadas lejos de las parejas y los grupos para lo que llaman ohitori-sama (honorable señor solo), el gobierno también creó un Ministerio de la Soledad, preocupado por el aumento de las muertes en total aislamiento.
No son lujos del Primer Mundo. En Argentina, como señalamos al comienzo, la cantidad de personas que viven solas viene aumentando de manera sistemática. Aunque se habla poco del tema, la experiencia internacional demuestra que el problema es abordable a través de un conjunto de iniciativas: centros comunitarios, batallones de jóvenes voluntarios que se acercan a los mayores, talleres y encuentros. Se trata siempre de proyectos locales, a nivel micro, que en esencia buscan acompañarlos y demostrarles que la sociedad –y su manifestación política, el Estado– se interesa por ellos, que en definitiva no están tan solos en medio de la colmena enfebrecida de la vida en el siglo XXI.
José Natanson
Periodista, politólogo y escritor argentino