El Secretario
Milei, el ajedrez y los malos movimientos
Las derrotas siempre duelen, y cada quien las asume como puede. En el deporte, por ejemplo, se suele señalar que las derrotas son oportunidades de aprendizaje, de superación, de crecimiento. Pero son ocasiones que, en verdad, todos preferirían evitar, como lo decía, con su inigualable humor y sabiduría, el Negro Fontanarrosa: “Se aprende más en la derrota que en la victoria, pero prefiero esa ignorancia”. Prepararse mejor, poner más atención, quizás motivarse en la búsqueda de una revancha o simplemente dar vuelta la página y empezar de nuevo, son las opciones que quedan después de perder. En el camino, están las excusas, las justificaciones y el reparto de culpas, casi un mecanismo de defensa del perdedor para atenuar su propia responsabilidad. Un automovilista puede endilgarle su fracaso a una falla mecánica, a la pista, al clima. En fútbol se señala de inmediato que el árbitro favoreció al rival, que el campo no estaba bien, o cualquier otro factor externo. La excepción es el ajedrez, donde el juego se desarrolla exclusivamente según los propios movimientos, y cuando se pierde no hay a quién culpar más que a uno mismo. La partida de ajedrez termina con el jaque mate, cuando un rey queda encerrado y vencido. Pero en los mundiales de ajedrez, hace casi un siglo que no se define un duelo por jaque mate. La última vez fue en 1929. ¿Por qué? Porque cuando los grandes jugadores saben que van a perder, abandonan la partida y se evitan la inútil agonía de ser lentamente llevados a la inexorable derrota. Así de doloroso es equivocarse.
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Milei perdió estruendosamente con el episodio de la criptomoneda trucha y, como en el ajedrez, no puede culpar a nadie: fueron sus propios movimientos los que lo dejaron en la posición en la que está ahora. El salió a promocionar un negocio que tuvo repercusión mundial y resultó ser una estafa multimillonaria. Estafa que no se habría concretado sin su ayuda. No importa cuánto lo lamente ahora o a quién quiera acusar, el enorme daño ya está hecho, y se lo provocó él mismo. Algunos opositores eufóricos vislumbran aquí un juicio político y hasta fantasean con una destitución, lo cual resulta al menos improbable y muy difícil de concretar. Eximios juristas y legos analizan ahora si cometió un delito o no, si un tuit puede considerarse un acto oficial o no, si le cabe una responsabilidad o no. Pero todo ello no importa, de todas formas Milei perdió. Porque enfrenta sólo dos opciones, y ambas lo pulverizan: o fue partícipe de la estafa sabiendo el destino que enfrentarían quienes siguieran sus consejos, o sirvió ingenuamente de carnada para beneplácito de los estafadores que se llevaron millones y millones de dólares, sin darse cuenta de lo que pasaba. El incidente del tuit demostraría así que es corrupto o es tonto. Por eso no tiene salida, y más allá de lo que pase en el Congreso, aun cuando no pase nada, no habrá reparación para su ego ni para la imagen del implacable “león” que tanto se esfuerza en proyectar.
El Esquiú.com