El hombre sin rostro

Llevo el nombre de mi abuela materna, pero todos me conocen por Chichina. En mi vida me han pasado muchas cosas dignas de contarse, sobre todo cuando trabajé como maestra en una escuelita de cerros. Pero hay una historia verídica muy curiosa, que es la que ahora quiero narrar.
lunes, 25 de octubre de 2010 00:00
lunes, 25 de octubre de 2010 00:00


Yo era jovencita y en mi casa de Chaquiago funcionaba la estafeta postal. Tenía por misión bajar a Andalgalá-la Villa- a retirar la correspondencia. En esa época ya había automóviles, pero unas pocas familias los tenían, y no había taxis ni colectivos. Entonces mi medio de transporte era un caballo.
Una tarde retiré las bolsas con las cartas y tomé rumbo a Chaquiago. Cuando iba llegando a el Colegio, ya era entrada la oración. Súbitamente un tropel se colocó a la par de mi cabalgadura y una voz de hombre me dijo- Buenas tardes-. Yo le contesté, tratando de divisar sus facciones, para reconocerlo, pero el ala del sombrero era ancha y estaba un tanto bajada hacia adelante. De todas maneras y gracias a que había luz del día, pude ver que no tenía rostro, en su lugar había una sombra.
Apuré el trote del caballo y el hombre hizo lo mismo, rogaba que alguien más nos alcanzara o encontrara, pero éramos los dos únicos habitantes de la ruta. Al llegar a la altura de Huasán, trié de las riendas para hacer mas lenta la marcha y dejarlo que se vaya adelante. Pero el caballo negro de mi circunstancial acompañante, parecía estar sincronizado en su paso con el mío.
Pensé, al llegar al bordo del Rio Chaquiago, todavía aferrándome a pensamientos racionales, que sería un paisano de Choya y allí seguiría derecho, mientras que yo tenía que doblar por el camino del paso del norte del rio. Pero no. Torció el rumbo, junto conmigo, al ritmo del animal cansado pero nervios que yo montaba. Temía, por momentos, que mi fiel montura, posiblemente tan asustada como yo, se desbocase, como desbocadas estaban mis palpitaciones que corrían sin freno por mi sangre.
Repechado el borde del rio y al cruzar frente a las primeras casas, envalentonada por la cercanía de la gente y curiosa por naturaleza, cada vez que pasábamos por debajo de un foco del alumbrado público, lo miraba para ver si reconocía a alguno de los vecinos del Potrero, que siempre pasaba por la calle de mi casa y eran conocidos de mi padre. Pero no había rostro bajo ese sombrero, solo una sombra.
Cuando llegábamos al portón de entrada a la casa, disminuí la marcha y el hombre, que durante toda la travesía no había dicho más palabras que el saludo, siguió al mismo trote, se tocó con la mano el sombrero en señal de despedida y dio vuelta en la esquina, camino al Potrero. Por lo menos eso creí yo.
 

Escribe: Ana María Sacchetti de Larcher.
Relatos mitológicos de Andalgalá.
Publicado en La Opinión (publicación independiente regional de Saujil).

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