Fiesta de la Batea 2010

¿Y viven ahí?

“¿y viven ahí?...” esta es, sin duda alguna, una de las primeras frases que se dice y escucha cuando se adentra en los campos cercanos al salar de Pipanaco, camino al Tucumanao, a participar del Festival de la Batea.
lunes, 13 de septiembre de 2010 00:00
lunes, 13 de septiembre de 2010 00:00

“¿y viven ahí?...” Es la interrogación seguida de suspenso. Se interroga a quien conduce una camioneta, una estanciera, el camión, o a quien se supone conoce la zona. Y se pregunta porque cuesta creer y comprender que en esos lugares haya “puestos” donde familias viven. Y cuando te dicen “sí, ahí viven…”, sobreviene un suspenso, una angustia, una interpelación a uno mismo, que se resume en exclamación muda, pues no hay palabras para decir lo que se siente.
Pero quizá, sólo quizá, no sea una interrogación. O mejor dicho, antes de la interrogación, y en medio de ella, esta ya una afirmación. Afirmación que expresa un asombro inmenso porque “viven ahí…”. Pues nos cuesta comprender como se puede vivir “ahí”. Y aunque cuesta, la evidencia de la vida hace que la afirmación tiemble por la perplejidad ante las fuerzas de esas vidas, y entonces la afirmación, para no dejarnos en vergüenza, se expresa en interrogación.
Quizá por eso también se los llama “puestos”, porque cuesta creer que se hayan construido esas casas y corrales con esfuerzo y por obra humana, porque sabemos que no somos capaces de hacerlo nosotros. Quizá por eso es mejor, es más fácil pensar que alguien “ahí” los ha “puesto” y ahora viven “ahí”.
Cuando me preguntan si es “lindo el lugar”, suelo decir que es “impresionante”. Pues sin duda alguna, ese lugar se queda impreso en el cuerpo, desde la piel hasta el tuétano… Intentemos imaginar el paisaje, si es que así se lo puede llamar, y si es que se lo puede atrapar en palabras y suscitar en imágenes. Pero hagamos el intento. Las retamas, breas, algarrobos y jumes son las más de las plantas que crecen de ese suelo seco, lleno de tierra suelta, de polvo, que al liviano impacto de las patas del cui, del suri, del zorro o uno que otro puma, son motivo suficiente para que se levante el polvo, y permanezca en suspensión. El ambiente es seco, propio de una salina, y esa sequedad se impregna en el cuerpo, en las paredes internas dela nariz, en los ojos, en los labios, en la piel, todo se vuelve seco… Y si corre viento, ¡hay quién pudiera soportar!, ya no se puede ver más allá de la mano a delante de uno, y el polvo, antes en suspensión, se vuelve contra uno y golpea, y molesta, y hasta quita las ganas de respirar. Las plantas carecen de hojas y flores, pero tienen exceso de espinas, más que para lastimar, para recoger el poco sereno que de noche cae. Si el aroma a “tierra mojada” suele agradar, la tierra seca produce una de las indiferencias aromáticas más extrañas que se puede sentir. Si hasta la alergia si inhibe en ese lugar.
En un paisaje, si se lo puede llamar así, como ese, cuesta creer que alguien viva “ahí”, pero el asombro ante la certeza de la vida, suele llevar incluso a formular esa afirmación asombrosa escondida en una interrogación… “¿y viven ahí?...”
Pero tampoco exageremos, los atardeceres y la noche tienen su encanto. Es un incendio en el poniente, los tonos amarillos, rojos y violáceos se suceden hasta llegar al más oscuros de los negros aclarados por la infinidad de estrellas que pueblan el firmamento. La noche tiene otro secreto, esconde centenares de deseos pedidos, y uno se queda sin deseos que pedir, pues las estrellas en fuga son de amontones.
Y el asombro continúa… Pues “ahí” la escuela está adentro de la casa de la familia, o es apenas y un poco más que un rancho. Pues “ahí” el agua se saca de pozos cavados con palas, con suerte a unos 4 metros, sin ella a 34 metros (según los Puestos). Pues “ahí” las casas parecen mimetizarse con la Naturaleza, y todo tiene el color de la tierra. Pues “ahí”… no hay televisión, no hay energía eléctrica, no hay ducha, no hay “aire” ni calefacción, no hay supermercado, ni farmacia, ni médico, ni muchas de las condiciones de la ciudad para poder vivir. Y, sin embargo, viven “ahí”.
Jacinto Piedra, el cantor santiagueño, solía decir que “el hombre es un cerebro que no obedece a su corazón, tiene miedo a lluvia y en la oficina le escapa al sol (…). Dicen que en la ciudad perdido, dicen que se enterró, entre cemento y fierro, dicen que el hombre ya se murió.” Y Jacinto preguntaba “dónde” esta el hombre, “quiero encontrarlo y busco, y porque busco quiero creer.” Pues parece que en esos lugares donde la vida aparece imposible, el hombre está ahí. El hombre aparece, algo de lo humano escondido y desplazado por la vida de la ciudad aparece en esos lugares, en sus habitantes, e incluso en nosotros mismo. Entonces el hombre también aparece “aquí”, en cada uno de esos que va al campo, al Tucumanao y la Batea, y encuentra un poco de humanidad por esos lados, de esa humanidad demasiada distinta a los ya esclavos del “cemento y fierro”.
Hoy, ya en la ciudad, pienso en don Primitivo y su invitación a “comer un churrasco y bailar unas criollas”, pero me lo imagino caminando, hacha sobre el hombro, de frente al algarrobo muerto, dispuesto a bajarlo, para mandarlo al infierno para que salga carbón. Y pienso en muchos nombres y en anónimos, en sus historias, y los imagino trabajando en medio del campo, al par con la Naturaleza, con fuerza y demasiada vida como para estar entre “cemento y fierro”. Quizá por eso se quedan ahí, por amor a la tierra y a la vida.
 

El festival de la batea y criterios musicales.
 

Para el visitante y oyente demasiado acostumbrado y guiado por los gustos de la ciudad, los músicos populares del Tucumanao, pueden sonar desagradables. ¿Por qué será esto?
Hay algo que sorprende en el escenario, y que de cuenta que el festival -como dice Martin Zelaya- es de la gente del campo. Lejos estamos de los festivales programados y pautados de las políticas culturales, lejos estamos de los intereses de productores o vendedores de espectáculos, lejos estamos de las lógicas de mercado y economías de medios de comunicación y estrategias de marketing de grabadoras. Lejos estamos de ese mundo y de los gustos y valores estéticos formateados por medios masivos de comunicación, por políticas culturales, por los deseos de mercado y economías.
En la Batea la música se vuelve a encontrar en un sentido cultural profundo, de rito y reclamo, de autoexpresión, de compartir vivencias, de melancolía. La música escénica, de profesionales, con fines de exhibición no tiene lugar acá. Entonces suben los cantores populares, la guitarra es suficiente, en el mejor de los casos un bombo. Suben y cantan, y se cantan para ellos, y se cantan lo que ellos conocen y escuchan, y hasta se cantan sus propios temas, los que hablan de los médanos, del salar, del sol, de las estrellas, del puesto de San Nicolás o el de San Ramón, de los personajes del pueblo, de sus luchas para sobrevivir. La música y el canto dejan de pertenecer a las lógicas y gustos del mercado, y se vuelve pueblo, se vuelve libre para decir lo que se siente.
Y hay cantores interminables. Suben y bajan, se dan ánimo y vitamina con un vinito y de nuevo suben a escena. ¿A escena? Bueno, a ese montículo de tierra en el patio de la escuela. Que es más que un escenario, porque es parte de su mundo. Porque no hay la distancia y el límite que el escenario instala entre el artista y los demás. Ahí todos participan de la fiesta, no hay espectadores pasivos, todos hacen a la fiesta. Ahí esta también la intención de proteger la Batea de las políticas culturales, el miedo a que se lo “politice”, que se convierta en un espejito con el que los funcionarios salen a presumir de sus gestiones. El festival es del pueblo, hecho a pulmón por ellos. ¡Salud por eso!
Es por esto que se merecen un párrafo aparte músicos cantores populares como el Ficha Acosta y Aldo y sus muchachos (La Troya), entre otros cantores y músicos de la ciudad que se animan a ir a visita esos lugares. Estos artistas se animan a ir, se llenan de tierra, se les queda la camioneta, se suben a otras para poder llegar. Luego no reniegan de esos detalles, por el contrario, agradecen la hospitalidad y amistad que no se respira en los mejores camarines de los grandes festivales de Catamarca. Los cantores ahí se vuelven más pueblo que nunca, son del pueblo, comparten con él.
También merecen aplausos y felicitaciones el grupo de baile de Chumbicha, que con esfuerzo y osadía participaron este año de la fiesta.
La Batea espera el próximo año, ya se prepararán camionetas y estancieras, el camión carbonero llevara a tantos como pueda, algunos irán en motos, en cuatriciclos, en caballos. Los más osadas e intrépidos en bicicleta. Los locos de Belén y Andalgala en sus motos cruzaran ríos y campos para llegar. Saujil y su gente espera y acompaña.
Agradecimientos a Martín Zelaya y su Familia, a don Primitivo y Familia, a Adán, Eliseo, el Panta, Miguel, Quiroga (como el Tigre), Randolfo, Alexis, y otros tantos que reciben con brazos abiertos.

Texto: Gonzalo Reartes.
Fotos: Pablo S.  Coria

Comentarios

Otras Noticias