No sabe leer, dejó la calle y la droga y usó el IFE para vender empanadas

El caso de Miguel Suárez ilustra la situación de 300.000 adultos argentinos.
domingo, 17 de mayo de 2020 16:56
domingo, 17 de mayo de 2020 16:56

“Mi infancia fue mala -recuerda Miguel Suárez, de 28 años, que es analfabeto y adicto en recuperación-. Era muy mala mi familia conmigo. No es que me haga la víctima, no. Pero somos 11 hermanos y mi familia fue mala conmigo solamente. Hace poco mi viejo me llamó. Yo dije: ‘bueno, se vamos a tratar de arreglar, se vamos a juntar a charlar y terminar con los problemas que tenemos’. Y no. Me empezó a decir una banda de cosas y yo me largué a llorar. Porque yo nunca he ido a la escuela. A mí no me dejaron ir a la escuela y me mandaron a mendigar para que ellos tuvieran para su consumo, y cuando volvía sin plata me cagaban bien a palos, disculpando la palabra”.

Como alrededor de otros 330.000 adultos argentinos, Miguel nunca fue a la escuela y, por lo tanto, no sabe leer ni escribir. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, el índice de alfabetización que ostenta la Argentina trepaba en 2016 al 99,1 % de la población. Fuera de esa tasa ha quedado algo menos del 1 %. Una minoría de la que todavía forma parte Miguel y que en el futuro quizá todavía integren los casi 19.000 niños argentinos que hoy no concurren a la escuela primaria.

Para los adultos analfabetos, la crisis económica y la pandemia de coronavirus representan apenas dos dramas adicionales en un país ya de por sí hostil y cuesta arriba. Nadia Amaya, de la organización no gubernamental Apapachando Corazones, atestigua que es bastante común que quienes viven bajo la línea de indigencia tengan dificultades para leer y escribir o directamente no sepan. “Cuando nosotros empezamos a ayudar, la idea era llevar comida a las personas en situación de calle. Pero pronto surgieron otras necesidades: chicos sin documento o abuelitos sin jubilación, por ejemplo. Y así también Miguel y otros chicos me pidieron que les enseñara a leer. Yo no soy profesora pero busqué libros, pregunté, imprimí actividades. Y la verdad es que es muy lindo ver que van avanzando, hasta los convencí de que se inscriban en la escuela”, transmite ella.

HOGAR. Miguel Suárez en su pequeño cuarto del pasaje Estados Unidos.

Niños en la calle

Miguel cuenta que nació en la Costanera y pasó su primera infancia entre una casa amachimbrada en ese barrio y las paradas de taxi de la ciudad, donde abría puertas por una moneda. “A veces -murmura, agacha la cabeza, solloza- a mí y a los otros chiquitos de la calle nos agarraban los de la Defensoría de Menores y nos subían a una traffic. No les importaba que nosotros les lloráramos que nuestras familias nos pegaban mucho, no nos preguntaban por qué no estábamos en la escuela. Nos devolvían a la casa, y era peor porque mi papá me decía que por qué me dejaba agarrar, que qué les había dicho. Y me pegaba más y me mandaba todo moreteado a la calle para que diera más lástima. Todavía hoy me duele un montón”.

A los nueve años empezó a fumar pasta base de cocaína y a los 15 se escapó a Buenos Aires para trabajar con su hermano mayor, que ponía césped sintético en canchas de fútbol. Pero no tardó mucho en terminar de cartonero, durmiendo en la calle. Y al final, puesto a elegir entre un callejón del Bajo Flores y las tribunas del parque 9 de Julio, decidió volver a Tucumán. Estuvo un tiempo en el Hogar Divino Maestro, pero no le gustó el trato de la psicóloga y se refugió afuera de la guardia del Hospital Padilla. Ahí conoció a Amaya y sus compañeros de Apapachando Corazones, y en unos meses pasó de recibir sus viandas a repartirlas para otros indigentes.

“El caso de Miguel -analiza Amaya- es particular porque a pesar del contexto en que se crió y de que nunca fue a la escuela, él es un chico muy educado, muy respetuoso. Todo el tiempo por favor, muchas gracias. Con otros es mucho más difícil: tienen berrinches de vivir en la calle, no aceptan normas, se niegan a aprender”. Así y todo, ella ya ha logrado reunir un curso de ocho personas y sumar a una docente.

Y aunque la cuarentena les impidió empezar las clases formales, no pausó las actividades. “Antes les enseñábamos en el parque y ahora vamos a los albergues, donde no tienen muchas cosas para hacer. A los que tienen celular les mando palabras por WhatsApp para que las descifren. Es lo que está a nuestro alcance hasta que pase esto del aislamiento”, relata Amaya.

Adultos en la escuela

“Esa chica cada vez me manda palabras más largas, más difíciles, ya me cuesta un montón”, se ríe, se queja, agradece Miguel. Si uno lo cruzara por la calle, no tendría manera de imaginar su historia de vida: pulcro, el pelo corto y bien peinado hacia un costado, flaco y fibroso metro 70 y pico, la piel morena sin cicatrices visibles. Aunque su alma tenga más cicatrices que años.

Sí hay algo en las pupilas negras, no tristes sino llenas de nostalgia por esa infancia feliz que no recuerda: “¿que cómo me imagino de acá a 10 años? ¡Es muchísimo! La idea mía, siempre lo dije, desde chiquito, es estudiar. Terminar la escuela, porque a mí no me dejaron ir a la escuela, y después ser alguien en la vida. No digo ser abogado o doctor, ser algo simple me bastaría y me sobraría. Aprender herrería, por ejemplo. Y también tener una buena familia: una buena mujer, un varoncito y una nena, y ser un buen padre y dar buenos consejos. Sería lindo, eso sí que me gustaría”.

Eugenia Dip Torres, directora de Educación de Jóvenes y Adultos de la Provincia, observa que el primer cambio notable en los mayores de 18 años que comienzan o retoman la escuela se relaciona con la afirmación de la personalidad y el desarrollo de una visión mucho más positiva del mundo y el futuro. “El año pasado -informa- 30.000 adultos cursaron estudios con nosotros. Entre ellos, 4.000 fueron al nivel primario. Es muy común que las personas que están completando la escuela se dejen seducir también por algún oficio. Y de pronto uno advierte que avanzan en un verdadero proyecto de vida y ellos ven cómo se les abren un montón de posibilidades laborales”.

En busca de autonomía

Por su cuenta, Miguel emprende. No se deja estar mientras espera que reabran las escuelas para por fin cumplir su sueño de estudiar. Gracias a la gestión de Apapachando Corazones, el mes pasado cobró el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y alquiló un cuartito en el pasaje Estados Unidos, frente al Centro de Salud. Usó otra parte de esa plata para comprar ingredientes y ponerse a cocinar empanadas. Y este fin de semana está vendiendo sus primeras docenas.

También busca, pide trabajo. “Mi mensaje -carraspea, sonríe, condensa- es que sí se puede salir de la droga y sí se puede dejar atrás el rencor y el resentimiento. Yo algunas veces digo que llorar no es de hombre, pero abrirme a los demás y llorar es lo que más me ayudó. Ahora lo único que estoy necesitando es el apoyo de alguien para conseguir un trabajito, porque el 19 tengo que pagar el alquiler y no sé si me va alcanzar con lo de las empanadas”.

Para colaborar

Miguel está vendiendo empanadas los fines de semana para mantenerse. Los contactos para encargar son 381-3649880 (que es el teléfono de Miguel, por lo que hay que enviarle un audio de WhatsApp) y 381-5282590 (que es el de Nadia Amaya). También a través de este último número (o por la página de Facebook de Apapachando Corazones) pueden contactarse quienes deseen ayudar a Ester Beltrán, una mujer en situación de calle internada en el Centro de Salud a causa de un enfisema pulmonar. LA GACETA entrevistó a Ester en el reportaje del 1 de mayo titulado “Unas 75 personas de la calle se aíslan en los recovecos de la Capital”. Ahora ella busca una pensión para vivir porque los médicos le dijeron que si volviera a dormir en la calle, correría riesgo su vida.

Fuente: La Gaceta

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