Todavía se puede encontrar en las redes el video de un tren que atravesaba Nueva Inglaterra y se dirigía del estado de Nueva York al de Virginia. Era un cortejo fúnebre que había partido desde la catedral de San Patricio hasta el cementerio de Arlington. A los costados de la línea férrea se encontraba una inacabable hilera de ciudadanos  estadounidenses, bañados en lágrimas que erizaban la piel más dura. Algunos con sus uniformes impecables saludaban militarmente. Era junio de 1968, un día inesperadamente cálido de final de primavera.
En ese tren iba el cuerpo de un joven de cuarenta y dos años, casado y padre de diez niños, senador por el estado de Nueva York. Había sido asesinado cuando salía de un hotel de Los Ángeles. Se llamaba Robert Francis Kennedy y estaba haciendo campaña en las primarias para ser nominado candidato a la presidencia de los Estados Unidos.
En medio de esa campaña, dos meses antes, había sido asesinado su gran amigo Martin Luther King: compartían los mismos ideales en favor de los más desposeídos y en la voluntad de terminar la guerra del Vietnam. Robert Kennedy había tenido que dar la noticia de que su querido amigo Martin había sido asesinado en Memphis, Tennessee, a una multitud congregada en su mitin, nutrida de afroamericanos. Ambos eran la esperanza de una vida mejor para millones de marginados y los dos habían sido eliminados. ¿Qué generaba en las grandes multitudes postergadas el hecho de que un joven político católico y un pastor evangélico, luchador por los Derechos Civiles, se entendieran? La esperanza.
La esperanza no es una mera cualidad abstracta. Es eminentemente concreta y solo algunos hombres políticos han sido capaces de transmitirla a lo largo de la historia argentina. La esperanza entendida como un objetivo, una ilusión, un sentimiento que nos impulsa a ser mejores ciudadanos, a participar en el bienestar de nuestros semejantes. ¿Hay algún político por ahí para el 2019?

Por Pablo Caruso