Federico tiene 19 años. Despertó la madrugada de un día de verano del año pasado en una acera del barrio Santa Marta. Aún con la resaca de una noche de alcohol, en su mano derecha empuñaba un “faso” y en la izquierda la bolsita con residuos de alcohol ya disipado por algún otro aliado.
Tiritando de frío, con un hambre de casi dos días y la ropa hedionda por el uso constante, se sentía desolado, vacío, consumido por sus vicios. “No doy más”, se dijo, y caminó casi zombi hacia el centro Humaraya.
Federico no pensó que días después estaría cocinando y trabajando por su recuperación. Ahora es uno de los 40 jóvenes que se rehabilitan en el Humaraya. Sus ojos todavía están cristalizados. Su cara aún sigue hinchada como un globo a punto de explotar, todavía tiembla al hablar. Pero está ahí. Buscando esa alta que le permita dejar atrás el infierno.