La historia de Guillermina Zárate, la catamarqueña tejedora de los ponchos más famosos del mundo

A los 71 años cosechó numerosos premios por el talento de sus manos: teje prendas de vicuña que llegaron al Papa, la reina Máxima y Obama.
sábado, 20 de junio de 2020 11:27
sábado, 20 de junio de 2020 11:27

Guillermina Zárate agarra un birrete de graduación en el living de su taller. Se lo coloca, como si jugara, y se mira a un espejo. Sonríe. El sombrero dice: “Egresada 2019”. Con 71 años, la tejedora más buscada de Catamarca acaba de terminar el secundario.

-Mi abuelo decía que los hombres eran los que tenían que estudiar para trabajar -dice, con sorna, mientras se acomoda el pelo largo y de color castaño-. Que las mujeres tenían que hacer las cosas de la casa. Me gustaría responderle ahora, pero mi abuelo ya no vive. Ya estoy grande y puedo asegurar que no, abuelo, no era así.

Es una tarde de su rutina laboral en La Tercena, distrito de Fray Mamerto Esquiú, un departamento de 12 mil habitantes cerca de la capital catamarqueña. Guillermina está de pie y saca unos pedazos de fibra de vicuña de una bolsa, los acaricia. Es algo que hace desde pequeña: los pedazos parecen copos de algodón, son delicados, amarronados, suaves. Y en sus manos de dedos largos y finos son como nubes que flotan en el aire.

Dice que compra fibra de vicuña en octubre, noviembre y diciembre, los meses de la esquila en Catamarca. Con más de cinco kilos tiene para todo el año. Pero a veces, en virtud de los pedidos, se queda corta de mercadería. La lana de vicuña, codiciada en el comercio negro, es la más cara y la más fina del mundo. La vicuña vive en el altiplano sudamericano y estuvo a punto de extinguirse por la caza furtiva.

A partir de la cuarentena, y si bien Catamarca sigue siendo la única provincia sin ningún caso de coronavirus, el circuito comercial estuvo frenado y recién se activará a fines de junio. “Estoy con expectativas con la reapertura de la venta de vicuña. En estos meses bajaron bastante los pedidos, pero lo importante es que con mi familia estamos bien. Mientras tanto estuve trabajando ponchos con lana de alpaca. Seguramente las ferias no volverán hasta el año que viene, pero paciencia me sobra”, dice por estos días la tejedora, con la voz calma desde el otro lado del teléfono.

Con los retazos de lana de vicuña, Guillermina Zárate arma los hilos y teje los ponchos más deseados del país. Y del mundo. Nadie como ella ha llegado con sus prendas a personalidades tan conocidas: de Mercedes Sosa a Obama, de Máxima Zorreguieta a Mauricio Macri, del Papa Francisco a Alberto Fernández. Pero poco parece importarle.

-Dicen que usted es una de las personas más famosas de Catamarca por sus ponchos…

-Sí, todos me lo dicen, pero es como que no lo siento. Tengo un nieto que me dice: “Abuela, sos famosa vos, ¿no?”. Sé que ando por todos lados, no me interesa tanto. Será que como he sido tan pobre lo llevo adentro y no me hago ver. No me considero grande.

De chica fue criada por sus abuelos. A su abuelo, si bien lo critica por prohibirle el colegio secundario, lo considera un padre. Guillermina trabajó a su lado desde pequeña, a los cinco años, cosechando la verdura y vendiendo en las ferias regionales. La imagen que retiene es la de subirse a su arado y hacerle peso para marcar los surcos.

-De lo de antes me acuerdo todo. Pero me preguntan qué hice hoy, y no retengo. No sé por qué –dice, simpática, y sus ojos achinados se hunden en la melancolía-.

En el campo plantaban las batatas, la cebolla, el zapallo. Eran 15 hermanos y 3 sobrinos. En realidad, hermanos es un concepto amplio. “Les llamo hermanos a los hijos de mis abuelos, que en realidad eran mis tíos, 12 total. Y nosotros, tres. Era la única mujer”.

Fray Mamberto Esquiú era un pueblo tranquilo, de patios de tierra y casas de adobe. La misma postal del presente. Cerca de su casa unas vecinas se dedicaban al tejido. Cuando volvía de la escuela primaria, Guillermina iba a visitarlas. Las observaba, en silencio. De pequeña se armó su propio huso casero, con un palito de la flor de la caña y un pedazo de papa. Empezó a hilar con algodón, pero se le cortaba.

Pasaba largas jornadas con ellas. Hasta que un día aprendió la técnica. Guillermina tenía ocho años. A los diez, la hebra le salía perfecta.

-De noche me quedaba sola, con un mechero a querosén. Y con esa lucecita hilaba toda la noche.

Cierto día se animó y le mostró su hilo a las vecinas tejedoras. “Vos sos muy chica para hilar en vicuña”, le advirtió una de ellas, pero Guillermina la desafió. Le dieron dos “husitos” a modo de prueba. Se sorprendieron. Sus “maestras” empezaron a encargarle trabajos. Fueron las primeras pagas que Guilermina recibió como niña tejedora.

-Nunca fue un juego, siempre lo tomé con dedicación, como si fuera un trabajo. Hoy vendo una prenda y siento que es como un hijo –dice, sentada en su taller, y lagrimea-. Yo no sé adónde va a ir cuando la vendo. Es como cuando un hijo se va, no sabemos su destino.

Guillermina es flaca, de aspecto saludable. Viste remera blanca y jean, y dice que lleva el oficio “en las entrañas”. Con sus primeros ingresos recuerda que se compró un par de zapatillas y los útiles para la escuela primaria. “Cocinábamos las batatas en un rescoldo. No había ni azúcar. El mate cocido lo tomábamos amargo”, dice, y remarca que había días que no tenían qué comer.

A los 15 años se animó a tejer por su cuenta. Empezó a hilar para distintas personas. Su primer trabajo en vicuña fueron unas medias. Fue tal su talento que algunas textiles comenzaron a hacerle encargos. Todo se frenó cuando se prohibió la matanza de la vicuña, en 1973. Recién en 2003 se volvió a autorizar la esquila de la vicuña, pero sin matar el animal. El paréntesis de tiempo fue descomunal: hubo 30 años donde nadie podía conseguir la lana de vicuña en la provincia. Por décadas, Guillermina Zárate tejió con las reservas que conservaba de viejas compras y también usó lana de oveja.

Hace unos años, dice, fue a su primera esquila. Por primera vez se encontró con las vicuñas, en vivo y en directo, a metros de distancia. Fue en Laguna Blanca, un sitio de la Puna catamarqueña.

-¡Qué emoción tenía! Estaban hermosas, disparaban para todos lados, con esos ojitos vivaces. Son tan finas, tan nobles. Me puse a jugar con ellas.

De pronto suena el teléfono en el living del taller. En el fondo está emplazada su casa, se escucha el sonido de una radio, gente que entra y sale. Guillermina atiende el teléfono y habla en voz alta, dice “chaucito”. Al regreso cuenta que su bisnieta Valentina es la única que continúa sus pasos. Que su hija mayor es docente y preparó un proyecto de clases sobre el proceso de la vicuña y fue premiada. La bisnieta tiene 10 años e “hila hermoso”, según Guillermina. “Mis dos hijas traen al taller para que les haga el hilo y dicen que cuando se jubilen se van a dedicar al tejido. Ahora no tienen tiempo. La regalé un telar a cada una. Tejer es una terapia, se olvidan del mundo”.

Como cuando era pequeña, la rutina de hilado en la noche es una compañía secreta, íntima. “Después que lavo los platos, me siento con la tele prendida y estoy hasta las dos de la mañana. Solita. Mi marido se va a dormir y yo hilo, hilo y hilo”.

Durante la semana produce distintas prendas de vicuña, de acuerdo a los encargos: mantas, corbatines, pulóveres, medias, ponchos. A veces contrata ayudantes. Hay que conocer el proceso en sus etapas. Primero, la compra de la fibra de vicuña. Sacarle los pelos y prepararla para hilar. Luego torcer el hilo para que resulten dos cabos, de manera tal que queden firmes. Se hacen madejas y se lo lava, para después volverlo a ovillar. En la urdimbre se suele hilar con forma de cruce. Guillermina ata la urdimbre con un hilo para que las hebras no se desprendan. Es un trabajo minucioso y lento. Pisa el pedal, levanta la varilla. Son horas, días, meses: un poncho puede tardar más de un año.

Y así se pasa la vida tejiendo.

-Tengo dos telares. Es una técnica de tiempos ancestrales, que hace la trama más firme.

En su memoria evoca la imagen de un cuadro de San Martín vestido con un poncho de vicuña, grueso, atravesado por una franja roja. También de un gobernador de Catamarca de apellido Navarro, que usaba traje pero con una chomba de vicuña debajo.

La vicuña no pica. Es térmica e impermeable: si se moja, hay que dejar que el agua corra por la prenda. Es un material delicado, se la debe cuidar de las polillas y se raja fácilmente con las puertas. Guillermina recomienda guardar las prendas en una bolsita de naylon, poner en el medio un diario, y luego otra bolsa. Agregar hoja de laurel. La tinta del diario, explica, ahuyenta a las polillas.

Se preocupa con la burocracia. Todavía no hay sellos gubernamentales para acelerar la venta de sus productos. Cada prenda que hace la lleva al municipio para que la pesen y luego se la autoricen. Es el paso previo a la venta final.

-El tiempo es oro. Trabajo para mí y luego viajo a las ferias. Voy con mi hermana, antes me acompañaba un nieto pero ahora se hizo grande. Siempre estoy viajando, me voy por unos días. Y cuando vuelvo tengo que armar la producción. Así es mi vida.

El gobernador Raúl Jalil compró todas las prendas que tenía en stock para un viaje que hizo a Dubái antes de la cuarentena. Dice que el Papa Francisco tiene tres o cuatro prendas de distinto color. El mecanismo con las ventas a gran escala es el siguiente: un político o un profesional distinguido suele acercarse al taller y le compra los ponchos para obsequiarlos en sus viajes por el mundo. “La última vez le llevaron al Papa una manta marrón. Pero les dije que tiene que usar blanco, así le pega con toda su ropa. La próxima vez le quiero hacer una prenda blanca”.

Dice que nunca habló directamente con el Papa Francisco. Le encantaría. Enumera otras personalidades donde sabe que llegaron sus prendas. Raúl Alfonsín. Obama y su mujer. Máxima Zorreguieta. Mauricio Macri. Antonio Tarragó Ros. Marcela Morelo. Alberto Fernández. Dice que, durante su última visita, Macri le agarró la mano y no se la soltó en toda la reunión. “Como somos hincha de Boca, la pasamos bien”, dice.

“A Tarragó Ros y a Luis Ventura los hice sentar y los hice tejer”, bromea. Un poncho puede llegar a costar 100 mil pesos, según el diseño y el peso.

Muestra varios diplomas que cuelgan de las paredes de su taller. Fue distinguida como Vecina Ilustre y Embajadora Cultural de Fray Mamerto Esquiú. Recibió el primer premio en Artesanía Destacada de la XXXVI Feria Nacional e Internacional del Poncho, en 2006, por “su creación de ruana hilada en urdimbre y trama con fibra de vicuña bordada con hilos de seda natural teñido con tintes naturales”. Fue destacada entre los Valores Catamarqueños 2009 por la Fundación OSDE, obteniendo los diplomas de honor en la categoría Artesanía Tradicional. Y logró el primer premio en la categoría finalista de Artesanía Tradicional en la Fiesta Internacional de Artesanías realizado en la Rural, en Capital Federal.

-Vivo del tejido y soy feliz. Me defino como artesana del hilado y de la confección de la lana de vicuña. En mi familia no había nadie que se dedicara a trabajar de esto. Y ese es mi orgullo como mujer.

A su bisnieta Valentina le regaló un telar pequeño y le dijo: “Primero, el estudio. Después, el telar”. Dice que el tejido no es un oficio típicamente de mujeres. “Hay también hombres que lo hacen, y muy bien. En el oeste de Catamarca hay changos pequeños que están manejando los hilos con excelencia. Pero acá en mi zona eran todas mujeres”.

Cuenta que cuando era niña sus vecinas nunca le negaron el saber del tejido. Había solidaridad, ternura, generosidad. “Nunca les preguntaba nada, ellas me explicaban solas. Las observaba y practicaba en mi casa. Hasta hoy, si hay algo que no me gusta cómo está saliendo, lo dejo. Cuento las hebras para hacer los nuditos, que van al ras de la prenda. Así uno le va dando la forma. Hay que estar en todos los detalles”.

Ahora los tiempos son otros. Dice que en el oficio de la artesanía existe mezquindad. “No se da información porque hay miedo que el otro pueda saber más que uno. Pero después uno se muere y, ¿dónde queda todo eso? Uno se va a enterrar con su conocimiento. A mí me gusta enseñar, que el otro aprenda. Si no, esto se pierde”. A veces hay chicas que se acercan por curiosidad. Guillermina Zárate les trata de enseñar, gratis. Pero son pocas las que continúan: a las dos o tres clases, la mayoría pierde la paciencia y abandona.

En Fray Mamerto Esquiú es la única tejedora. De jóvenes, las hijas de sus vecinas emigraban a Buenos Aires porque escaseaba el trabajo. No se continuó el legado. “Antes las hilanderas no eran nada, era un trabajo menor. ‘Uh, está tejiendo', se comentaba por lo bajo, en el pueblo. A mí nunca me importó. Yo seguí, me gustó tanto que hoy sigo sintiendo mucho amor”.

Hace poco, en su Facebook, una chica escribió diciéndole que a su mamá, tejedora de la zona, nunca le habían dado un reconocimiento. Dijo que le parecía injusto que ella, Guillermina Zárate, se llevara todos los premios. “Le contesté que no era mi culpa –dice, mientras reta a su perro que intenta subirse al sillón-. Le dije que era porque quizás nunca había salido de su lugar. Porque hay que salir para poder cosechar. Me junté con ella y me dijo que era así, que nunca había salido de su pueblo. Y entendió entonces que el trabajo muere si no se difunde. Yo me fui por todas las provincias. Donde me invitan, ahí voy. Sin promocionarme, no existo”.

Un cliente entra al taller. Pregunta por una manta rosa que Guillermina está tejiendo en su etapa final. La ansiedad lo hizo querer averiguar cómo iba el trabajo.

-Siempre he estado en mi pueblo, soy de acá y seré de acá. Están mis hijos cerquita, son cuatro, y todo el día dan vueltas. Van y vienen.

Cada vez que produce una prenda nueva, dice que siente alegría. Intenta no repetirse: siempre hay oportunidad para una confección nueva o una combinación diferente. El año pasado, a unos días de la Fiesta del Poncho en Catamarca, un señor de Buenos Aires apareció en su taller. Le propuso comprar los tres ponchos que guardaba para la exposición. Su hijo le dijo: “Pero mamá, ¡vendelos!”. Guillermina respondió: “¿Y qué llevo a la Fiesta? ¿Unas fotos?”.

Contrató a una ayudanta. Durante unos días, en tiempo récord, hizo dos ponchos. A la semana siguiente, otros dos más. “Apuré más de la cuenta. No dormí, casi. ¡A ese señor justo se le ocurre venir en ese momento, podría haber venido antes!”.

El apuro, dice, no es buen consejero. En un telar de su taller la espera una prenda que otro cliente ansioso le encargó de una semana para la otra. “Me dedico full time, tengo que hacerle unos flecos. En estos días sólo me levanté del telar para cocinar y luego vuelvo a la tela. Normalmente voy tejiendo de a partes, me gusta dormir la siesta”.

Los colores de cada prenda los selecciona antes de la urdimbre. Su preferido es el poncho catamarqueño: marrón y con una franja blanca. Recuerda cuando de joven compraba el cuero de la vicuña junto con la lana. Así se lo vendían antes de la prohibición de la caza del animal, en 1973. Ella lo garroteaba con una varilla de membrillo y levantaba la humedad. El hilo quedaba más fino.

Ahora, con la esquila, dice que perdió calidad.

-¿Cuál es mi nuevo desafío? Estoy pensando cómo puedo hacer un bordado en una prenda, directamente en el telar. Hace 50 años que no lo hago, quiero acordarme de nuevo. Y espero que la memoria no me falle.

Fuente: Juan Manuel Mannarino para Infobae

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Comentarios

20/6/2020 | 12:19
#149006
Gran persona Guilla!!! Un orgullo p todos nosotros, y destaco su humildad y sus ganas de superarse

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