YO AMO CATAMARCA

Puna catamarqueña, donde la soledad se hace infinita

jueves, 11 de noviembre de 2021 01:50
jueves, 11 de noviembre de 2021 01:50

El noroeste de Catamarca es una región de bellezas inhóspitas. La geografía de la Puna se extiende allí como algo tan mágico como desolado. Un lugar en el que las distancias se agigantan y los pueblos casi no existen.

Texto y fotos: Carlos W. Albertoni

El silencio abruma. También la soledad. El sol de la primera mañana apenas calienta la extrema aridez de un paisaje en el que nada se mueve, a excepción de un par de nubes sopladas por un viento seco. Aquí y allá, algunos conos volcánicos sobresalen sobre los tonos ocres de una planicie que agota la vista de tanta desmesura. En la puna catamarqueña los ojos suelen perderse en distancias infinitas. 

Recostado contra la cordillera andina, el noroeste de Catamarca es un sitio tan bello como inhóspito. Descomunales salares, lagunas plagadas de flamencos, dunas de arenas grises, ríos de aguas congeladas en los inviernos y campos de lava son postales características de esta geografía de altiplanicie en la que la presencia del hombre es muy escasa. “No somos muchos por acá, porque la vida en la Puna es muy dura”, dice Miguel Ramos, cacique kolla del muy pequeño pueblo de Antofalla, uno de los pocos centros poblados de una enorme región de casi treinta mil kilómetros cuadrados cuya población apenas si supera los 1500 habitantes. “Dicen que este es el lugar más despoblado del mundo y supongo que debe ser cierto. Pero mejor para nosotros, porque tenemos más tierra para andar a nuestro gusto”, bromea Miguel mientras camina por una calle de tierra que lleva hasta una escuela de paredes de adobe. “Yo hice mis estudios primarios acá, como todos mis hermanos”, afirma con orgullo el cacique.

La mayor parte de los habitantes de la puna catamarqueña viven en Antofagasta de la Sierra, un pueblo ubicado a 3340 msnm al que se llega la Ruta Provincial 43. “Esta ruta es vital para nosotros, porque nos mantiene conectados al resto de Catamarca. Sin este camino estaríamos casi como aislados del resto de la Provincia”, dice Celia Fabián, dueña del complejo Rumi Huasi cuyas cabañas se encuentran sobre la calle San Martín, la principal de Antofagasta. Desde el Rumi Huasi se pueden ver con facilidad los altos paredones de origen volcánico que protegen al pueblo de los fuertes vientos que suelen azotar con fuerza en las altiplanicies. “El viento corre duro porque muchas veces no hay nada que lo detenga por kilómetros y kilómetros. Siempre es un viento seco, que lastima a los ojos y te cala los huesos en el invierno, cuando las temperaturas de las tardecitas ya son congeladas”, cuenta Celia, que suele preparar a sus huéspedes un exquisito guiso de carne de llama. Servido con zanahorias y cebollas, resulta irresistible.

Mal de altura

Además de Rumi Huasi, existen otra media docena de sencillos hospedajes en Antofagasta. En todos ellos el ritual de las mañanas suele ser similar, cuando las camionetas de los turistas empiezan a prepararse para salir a recorrer la región. “Siempre se arranca bien temprano, porque las distancias acá en la Puna terminan siendo muy largas. No sólo hay que andar por caminos complicados y subir muchas montañas, sino que conviene tomarse todo con mucha calma, para evitar que la altura te pueda dar un disgusto”, explica Pedro Ramos, uno de los guías que más conoce del noroeste catamarqueño. Nacido en Antofalla, lleva turistas a todos los rincones de la región y carga siempre en su camioneta un tanque de oxígeno para usar en caso de que alguien lo necesite. Conocido popularmente como apunamiento, el Mal de Altura está emparentado con la falta de oxígeno en el organismo ocasionada principalmente por la disminución de la presión atmosférica en sitios de altitud mayor a los 2500 metros. “Si bien el cuerpo de cada persona puede responder de diferente manera a situaciones similares, es aconsejable tomar ciertos recaudos para no ser víctima del apunamiento. Lo más importante es no exigirse físicamente, darse tiempo para aclimatarse a la altitud e hidratarse mucho, bebiendo no menos de cuatro litros de agua al día”, recomienda Ramos.

Desde Antofagasta son varios los rumbos que pueden tomarse para explorar la región. Como prólogo para cualquiera de esos rumbos, la hermosa y muy cercana laguna del volcán La Alumbrera suele ser un sitio encantador para ver en el amanecer. Ubicada a sólo cinco kilómetros del pueblo, está siempre invadida de flamencos rosados que en las horas crepusculares vuelan de un lado al otro de las orillas sobre las aguas mansas. “Estar allí cuando empieza a salir del sol es la manera perfecta de arrancar el día. Quedarse por diez o veinte minutos en la laguna, disfrutar de las aves y el silencio, para después salir en busca de la Puna más profunda”, propone el guía Pedro Ramos.

En dirección al norte, un desparejo camino de tierra y ripio lleva hasta otro hermoso rincón del altiplano catamarqueño habitado por flamencos rosados. Son ochenta kilómetros de lento ascenso hasta la Laguna Diamante, un espejo de agua ubicado sobre la boca misma del gigantesco cráter del Volcán Galán cuyos 35 kilómetros de diámetro lo convierten en el de mayor del mundo. A casi 4200 metros de altitud, esta laguna cuenta en sus aguas con altísimas concentraciones de salinidad y arsénico que han servido a los científicos para recrear las condiciones extremas que caracterizaron los ecosistemas de nuestro planeta hace más de tres mil millones de años. “Aquí han venido investigadores de todo el mundo para tomar muestras del agua de esta laguna, ya que en ella habitan algas y hongos capaces de sobrevivir en entornos muy adversos, con muy poco oxígeno y bajo una radiación ultravioleta muy intensa.  Estas algas y estos hongos están directamente relacionados con los primeros organismos que poblaron la Tierra que fueron los que liberaron oxígeno a la superficie para posibilitar que el planeta fuera habitable”, explica Ramos con la sapiencia de un científico. A su alrededor, el inhóspito paisaje parece sacado de un relato de ciencia ficción. El aire escaso obliga a respirar lento y profundo.

Salares y lunas

Desde el Volcán Galán fluyen aguas termales que forman luego el río Los Patos. Ideal para la pesca de truchas arco iris, este río desemboca en el Salar del Hombre Muerto cuyos 600 kilómetros cuadrados de superficie se encuentran sobre la frontera entre Catamarca y Salta. De un blanco casi inmaculado, el salar es como una inmensa mancha que contrasta con los tonos predominantemente oscuros de la tierra que lo rodea. En esos alrededores se levantan algunas viviendas muy humildes que albergan a quienes trabajan en las minas de litio del salar, cuya explotación está hoy en manos de una empresa estadounidense. “El litio es una de las principales riquezas mineras de esta zona. Por eso, hasta hace no mucho tiempo, el Salar del Hombre Muerto fue un lugar de litigio entre catamarqueños y salteños. Una cuestión de límites, que por suerte parece que ya se ha aclarado”, cuenta Ramos.

Varios de quienes trabajan en las explotaciones mineras del Salar del Hombre Muerto provienen del pueblo de Antofalla. Ubicado casi al pie del volcán del mismo nombre, Antofalla tiene tan sólo cuarenta habitantes permanentes que viven principalmente de la ganadería caprina y el cultivo del maíz, la papa y la quinoa. “Para nosotros la vida es sencilla y sólo le pedimos a la tierra lo que la tierra nos puede dar”, reflexiona el cacique Miguel Ramos, hermano menor del guía Pedro. “Éramos siete hermanos, pero quedamos sólo cuatro porque hubo tres que murieron de chiquitos”, cuenta Miguel, cuyo apellido en lengua kolla es Arancay y hace ya seis años que es cacique.

Entre el relieve de casas bajas del pueblo se destaca una pequeña capilla blanca a la que un sacerdote concurre una vez por mes para dar misa. Levantada hace medio siglo, esta capilla es el orgullo de Antofalla junto con los restos de un viejo molino y un manzano de doscientos años de antigüedad. “A todo el que viene a visitar nuestro pueblo lo llevamos de recorrida por estos tres lugares”, dice Miguel haciendo las veces de guía de Antofalla. La visita se completa con un guiso de trigo que su madre prepara como almuerzo. Sabe exquisito.

Hacia el sur, lejos de Antofalla pero imposible de dejar fuera de cualquier recorrida por la región, se encuentra el mágico Campo de Piedra Pómez. “Es muy difícil integrar en un único circuito la zona del Volcán Galán y la del Campo de Piedra Pómez, por las distancias que los separan y los caminos complicados que hay que recorrer”, explica el guía Pedro Ramos. Convertido en área protegida hace cinco años, este campo está conformado por una gran acumulación de piedra pómez que con el paso de los milenios fue moldeada por sucesivos procesos de erosión. Las formas generadas por esta evolución erosiva le han dado al lugar un aspecto casi fantástico al que la imaginación asimila inevitablemente a la superficie lunar. “La piedra pómez es fácilmente deformable y por eso los aspectos de las rocas son muy sugestivos”, dice el guía, quien destaca especialmente las visitas al campo en las noches de plenilunio. “Bajo la luz de la luna, el blanco de la piedra pómez convierte todo en algo irreal. Es como si uno se transportara por un momento a un lugar fuera de este mundo”, concluye Pedro Ramos. Y sonríe, sabiendo que pronto será luna llena.

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