Hace veinte años, un proceso judicial italiano conocido como Mani Pulite (Manos Limpias) fue llevado a cabo por el fiscal Antonio Di Pietro para desovillar una extensa red de corrupción que involucraba a los principales grupos políticos del momento y a diversos grupos empresariales e industriales. En la opinión pública, el proceso causó conmoción. Grandes empresarios se suicidaron antes de ser detenidos y juzgados, lo que dio lugar a distintas versiones sin que se pueda aceptar una y desechar otras. Unas volcaban sospechas sobre las muertes, apuntando a que fueron asesinatos que hicieron pasar por suicidios –aunque se trataba de magnates resguardados por sólidos sistemas de seguridad-, otras hablaban de que no pudieron soportar injustas acusaciones, y otras aludían a una crisis de conciencia que les hacía tomar esa drástica determinación como un juzgamiento que se anticipaba al de los tribunales.
Hoy en Argentina, quienes por muchos años perpetraron crímenes convencidos de que eran impunes, no esperaron que los alcanzara el sistema judicial. Es más, su concepción del poder los llevó a presionar para impedir ser juzgados, cosa que lograron hasta con la aquiescencia del sistema democrático, pese a que su actuación fue en tiempos de dictadura. Lograron leyes de perdón que después fueron derogadas por inconstitucionales.
Así, para su sorpresa y la de muchos sectores de la población, les llegó el tiempo de rendir cuentas. Las causas por las que son juzgados deben ser dilucidadas y de ser hallados culpables, debe caer sobre ellos todo el peso de la ley.
Ya se investigaron y concluyeron gran cantidad de casos de crímenes de lesa humanidad, pero todavía queda un extenso camino por recorrer.
Ayer se suicidó uno de los acusados en el marco de la causa La Perla. Habrá muchas versiones, quizás, pero lo sucedido en aquel centro clandestino de detención igualmente deberá dilucidarse y quizás así entendamos por qué el militar culpado tomó tan contundente decisión.