Desde la bancada periodística

Las pulsiones de una sociedad violenta

viernes, 18 de enero de 2013 00:00
viernes, 18 de enero de 2013 00:00

Dos semanas atrás murió el ciudadano Eduardo Javier Álvarez, conocido en su círculo íntimo como “Javito”. Su pasaje al otro mundo sucedió después de una feroz pelea callejera que, junto a su padre, sostuvo con integrantes de la familia Juárez, propietario de un taller mecánico en el sureste del extenso barrio de Villa Cubas.
El tema, por supuesto, fue tapa y amplia información en los diarios locales y pobló de comentarios los distintos medios de comunicación y redes sociales.
De algunos de ellos rescatamos un par de escritos con tono de sentencia final:
1.- “Debe anotarse (la muerte de “Javito”) como un caso fatal de Justicia por mano propia”.
2.- “La muerte de Álvarez sintetiza el fracaso de las políticas de seguridad oficiales”.
También enlaza -el mismo comentario- la muerte del joven del barrio San Ramón -escenario de la tragedia- con otros asesinatos atroces que sucedieron en 2012. Como el de Diego Pachao que, aunque maltrecho, salió sin vida de una comisaría del norte capitalino; el de Leandro Centeno, ultimado por el robo de una moto; y el de Exequiel Cengel, a quien lo habría matado una patota de la droga.

Ni tanto, ni tan poco

Puede aceptarse el aserto de la justicia por mano propia. Quizá no en la medida de provocar la muerte, pero sí en términos de acobardar o simplemente castigar. La brutalidad hace el resto. Seguramente estas serán las conclusiones de los acusados antes de ser condenados al momento de los juicios.
Lo que se aleja de la realidad objetiva es la proclama del fracaso de las políticas de seguridad.
El argumento del comentarista alude a que el infortunado Álvarez fue denunciado por sus verdugos por supuestos robos en el taller mecánico. Y como no lo metieron preso y lo llevaron al último rincón de la cárcel sucedió lo inevitable, o sea la trifulca que derivó en su muerte.
Toda una simplificación. Una denuncia, por serias que fueran las sospechas, no puede apurar trámites legales ineludibles (hacerlo sería codearse con “la ley de la selva”). Hay que probar que una persona ha robado, llevarla a juicio y después condenarla. Ese trámite, en Catamarca y en la Argentina, lleva como mínimo un tiempo de dos años hasta alcanzar sentencia definitiva.
¿Cómo se podía dar satisfacción al denunciante antes que se produjera el encontronazo de la muerte?
¿Qué había que hacer prevención? Sí. Es fácil escribirlo, pero para realizar una tarea que alcance a todos los ciudadanos, se necesitarían tantos preventores como ciudadanos violentos existen en las zonas cada vez más calientes del Valle Central.

La violencia en su máxima expresión

La sociedad, el gobierno y la oposición deben comprender que la violencia se ha instalado en la provincia y vino para quedarse por mucho tiempo. Los hechos políticos que sucedieron en los últimos 20 años en la Argentina no son ajenos al problema.
La cantidad de droga, en todas sus formas, que se consume en Catamarca es impresionante y asegura una verdadera ebullición delictual. Si a ella le sumamos las injusticias sociales que se fueron dando en el tiempo y el desamparo al que fueron sometidas familias en los que hay integrantes de hasta tres generaciones que nunca conocieron un trabajo formal, se llega a conclusiones dramáticas.
Es el momento en que aparece la especie humana en su estado virginal. Quienes sufrieron injusticias y fueron marginados sólo saben pelear. Tienen que enfrentarse con la miseria, con necesidades básicas, con la imposibilidad de brindar educación a los hijos, con la falta de perspectivas, con las depresiones de la impotencia y con los sistemas de represión que pretenden igualarlos con otros ciudadanos que, para desgracia suya, tienen lo que no tienen ellos. Los gobiernos, lamentablemente, fomentan las desigualdades pretendiendo exigirle comportamientos que son analizados por una única ley.
La situación así descripta afecta a muchísimos países del mundo (hasta los más desarrollados), es una pintura de lo que ocurre en las grandes urbes argentinas y se corresponde con lo que pasa en Catamarca.
Con este panorama, ¿es legítimo etiquetar de fracaso a las políticas de seguridad que nunca existieron en la provincia y que, de golpe, se pretende exigir a una administración que ni siquiera estuvo preparada para gobernar? ¿Cómo puede ser que una pelea entre vecinos, aunque termine con el drama incomprensible de la muerte, se adjudique a la falta de prevención o de celeridad para poner las cosas en orden en la barriada de la desgracia?
Las muertes de Álvarez, Centeno o Cengel, o hechos que, hasta el extremo del absurdo, ocurren casi todos los días, estamos seguros no se detendrán con la crítica ligera o tareas de represión que solamente multiplican problemas y dramas ciudadanos.

Combatir la desigualdad

Así como es fácil catalogar los supuestos fracasos, también es fácil declamar posibles soluciones para el clima de malestar y violencia que se vive en la provincia. La responsabilidad, más allá de las distintas miradas, siempre la tendrá el gobierno, que es quien debe actuar y aplicar los remedios adecuados.
Pero si está comprobado que existe una sociedad desigual, tal cual lo dijo la gobernadora en su discurso de asunción, por allí deberían buscarse las motivaciones de muchos hechos que parecen muy desagradables a los ojos de quienes ven pasar la vida desde la comodidad y los privilegios.
A mucha gente le fastidia que grupos pequeños de ocho o diez personas, generalmente indigentes, corten el tránsito en los horarios de mayor circulación. Claro que es molesto, pero esas personas son hijas de la injusticia y, casi sin proponérselo, han comprendido que la única forma de hacerse escuchar es fastidiando a sus congéneres, sean éstos poderosos o pobres infelices igual que ellos.
En barrios como Villa Eumelia, Cristo Rey, Virgen del Valle, Hipódromo, Mi Jardín y varios conglomerados de Valle Viejo y Fray Mamerto Esquiú resulta poco menos que un suicidio ingresar de noche, de a pie o en un vehículo. Hasta la mismísima Policía se inhibe de llegar a esas zonas, donde el odio a los uniformes nace del instinto primitivo y de una idiosincrasia que se fue creando al ritmo de las mismas injusticias que se sucedieron.
Frente al cuadro de situación, este gobierno y varios otros que puedan venir, no tiene más remedio que atacar el fondo del problema que no es otro que la injusticia social que ha convertido a Catamarca en una de las provincias con mayor desigualdad de la República Argentina.
Esas desigualdades se construyeron porque no todos tuvieron las mismas oportunidades; porque para unos había trabajo formal y posiblemente cómodo como los que ofrece la administración pública, y para otros había planes sociales, bolsones o cualquiera de las dádivas de la pobreza. Porque para unos la atención sanitaria es “un lujo suizo” a la par de quienes deben curar (¿curar?) sus males en los hospitales públicos. La educación también generó desiguales, ilustrados e ignorantes, las estaciones previas de lo que serán hogares con hijos de la calle o contenidos familiarmente.
No se puede pedir orden, disciplina, respeto y normas de convivencia en cualquier ciudad que tenga las características de la Catamarca de estos tiempos. El tejido social se rompió en algún momento y hoy estamos asistiendo a sus consecuencias que, ojalá nos equivoquemos, pueden ser mucho más dramáticas de los que algunos imaginan.

La guerra de todos contra todos

Ya no se trata de partidos políticos o de quién gobierna. El problema es de todos. Echarle la culpa a la Policía, que tiene muchas y arrastra las peores complicidades, es el expediente más fácil. Se lo podrá seguir haciendo. Las radios y la televisión podrán seguir difundiendo el delito y cargando las tintas contra los encargados de la seguridad; los diarios podrán argumentar sinrazones y hasta inculpar de fracasos a los planes de la inteligencia policial (a todo esto ¿dónde están? ¿cuáles son?), pero el abanico delictivo se abrirá cada vez si no se atacan las injusticias sociales y no se trata de contener la violencia ya instalada.
Los crímenes atroces de Álvarez, Centeno, Pachado o Cenguel, de cuando en cuando, producen altos impactos, preferentemente informativos. Lamentablemente continuarán dentro de esta guerra de “todos contra todos”, en la que las pulsiones humanas se convierten en asesinas y van a seguir oprimiendo gargantas supuestamente enemigas hasta dejarlas exangües.
Ni por cerca relevamos las responsabilidades policiales y muchísimo menos las de la Justicia (sus miembros deberían tomar conciencia que actúan en Catamarca, no en Suecia o Noruega). Pero de allí a echarle la culpa de las miserias humanas de una sociedad enferma hay una distancia considerable.
 

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