Editorial

De la Rúa

miércoles, 10 de julio de 2019 00:00
miércoles, 10 de julio de 2019 00:00

Es un caso especial Fernando De la Rúa, en ese inexplicable universo de la memoria colectiva de los argentinos. Le tocó protagonizar una de las peores presidencias democráticas del último siglo, que desembocó en un caos económico y social, y lo forzó a renunciar cuando transitaba apenas la mitad de su mandato.


Fue un desastre su administración, es una realidad. Pero de alguna manera la sociedad lo perdonó, o lo excusó o lo comprendió, y aun con esa experiencia traumática, siempre estuvo lejos, muy lejos, de los políticos que más rechazo generaron en el pueblo.
De la Rúa había desarrollado, hasta que puso un pie en la Casa Rosada, una trayectoria casi impecable. Nunca un escándalo, nunca una declaración fuera de lugar, nunca un gesto desmedido. Moderado por naturaleza, hizo carrera en la Unión Cívica Radical codeándose con auténticas glorias del centenario partido de los boinablancas.


Militó al lado de Ricardo Balbín, compitió con Raúl Alfonsín en internas para la presidencial de 1983, y construyó una imagen que tenía en un mismo plano sus fortalezas y debilidades. No tenía enemigos, no despertaba pasiones, no tenía carisma. Era la corrección en persona, y de tan correcto parecía insulso por momentos.


Ese perfil bajo se convirtió de pronto en atractivo luego de una larga década menemista, donde las excentricidades del gobierno liberal que ejerció el riojano, invitaban a reconocer en la seriedad de De la Rúa una virtud imprescindible.


Vino entonces el triunfo en las urnas, y detrás vino el fracaso en la gestión. Porque fracasó la Alianza que lo impulsaba, y por un conjunto endemoniado de factores que no viene al caso desgranar aquí.


De la Rúa no estuvo a la altura de la presidencia, pero quizás no fue por su culpa. Así lo interpretaron los argentinos, que lo indultaron mucho antes de despedirlo.

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