Desde la bancada periodística
La distancia entre la celebración y el combate
El Gobierno nacional evalúa las condiciones y mecanismos para la cuarta entrega del denominado Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), una ayuda económica que ya alcanzó a más de 9 millones de compatriotas en cada uno de sus primeros tres pagos (incluyendo alrededor de 100.000 catamarqueños).
Se trata de un aporte económico extraordinario, canalizado a través del Anses, que consta de la entrega de 10.000 pesos sin contraprestación alguna, para ayudar a quienes se ven más afectados por la paralización de la economía, partiendo por los trabajadores informales y desocupados.
Originalmente se lo pensó como un pago único, pero la extensión de la cuarentena en sus diferentes etapas y fases de aislamiento, llevó a reeditarlo en una segunda, tercera y posiblemente una cuarta edición.
Los pagos se van perfeccionando a través de cruces de datos, para evitar al mismo tiempo que lo cobren personas que realmente no lo necesitan y sobre todo para que no queden afuera aquellos que lo requieren con extrema urgencia.
Para pulir esas aristas del reparto, se analiza quiénes pudieron retomar paulatinamente sus actividades habituales, porque el panorama no es el mismo en este mes de octubre que el que se observaba durante abril.
Quizás, no está definido aún, en el cuarto pago se enfoque la ayuda en jóvenes de entre 18 y 28 años y mujeres adultas jefas de hogares que han perdido el empleo, entre otros segmentos poblacionales apremiados por una crisis que castiga a todo el mundo.
Una gran herramienta
El IFE fue pensado, diseñado y ejecutado en tiempo récord. Al cerrarse la economía nacional, millones de personas quedaban automáticamente a un paso del abismo y el Estado trabajó con rapidez y eficacia para asistirlas, pese a las enormes dificultades logísticas y al gigantesco desembolso que implicaba esa tarea.
Entre los temores que más abrumaban en el umbral de la pandemia en el país, aparecía –mano a mano con el cuadro sanitario- el devastador efecto que podría tener el impacto económico en las clases sociales menos favorecidas.
Para decirlo sin rodeos, la posibilidad de un estallido social surgió como una amenaza latente, en particular cuando aquellos 15 días iniciales de comercios e industrias cerradas, comenzaron a extenderse más allá de todos los cálculos originales.
A siete meses de iniciada esta desgracia colectiva llamada coronavirus, debe reconocerse que el Gobierno acertó en sus métodos de asistencia y contención básica. Hay problemas, desde luego, en todos los niveles. No podría ser de otra forma con semejante cuadro general. Pero no hubo supermercados saqueados, furia en las calles ni descontroles masivos.
El país, con sus penurias a cuestas, resiste de pie ante uno de los peores episodios de la historia moderna a nivel global, claramente comparable con una guerra.
Argentina pasó el millón de infectados, números escalofriantes si se comprende que se trata de una enfermedad sin vacuna ni medicación, que obligó a invertir fortunas en los sistemas de salud pública para eludir un colapso total. Hay más de un millón de muertos en el mundo por la propagación del virus, que se instaló entre nosotros y destrozó todos los hábitos cotidianos, personales, familiares y colectivos.
En ese panorama, acciones como la implementación del IFE adquieren un significado esencial y cuando se evalúe en retrospectiva la reacción del Gobierno ante la crisis sanitaria, indudablemente se lo anotará como un acierto.
Quien pueda pensar lo contrario, solo debe calcular qué hubiera pasado si esos nueve millones de argentinos que recibieron tres veces la ayuda, hubieran sido dejados a la deriva.
Mensaje y distorsión
El Gobierno nacional, a través de Anses, logró tejer una red de asistencia de magnitud histórica. Y funcionó. A partir de allí, en el marco de la habitual difusión de las acciones oficiales, se llevaron adelante campañas de estilo publicitario para brindar detalles del alcance e impacto del IFE. Cartelería y spots aparecieron en todo el país, subrayando una presencia necesaria: no para jactarse, sino para demostrar la mirada humana de una política centrada en la persona. Con la satisfacción de haber brindado respuesta allí donde emergió una necesidad masiva.
Fue parte del mensaje de un Gobierno presente, de un Estado presente, que lucha en varios frentes de manera simultánea y –sin que falten errores o pasos en falso- lo hace como puede.
El caso es que, por suprema ignorancia o vulgar mala intención, hubo quienes intentaron distorsionar la realidad, al señalar antojadizamente las conclusiones de una lectura sesgada y tendenciosa de los acontecimientos.
Se propuso así que al exhibir el éxito del IFE el Gobierno estaba celebrando la pobreza y se vinculó, ya desde el desconocimiento más profundo, esa presunta postura con la doctrina católica, que según esa limitada mirada también hace de las carencias económicas un culto desdibujado en virtud a alcanzar.
Realidad diferente
Tomar la situación actual del país y simplificarla en un Gobierno que celebra la pobreza para agradar a una religión que le rinde culto, requiere básicamente de una ensalada de medias verdades, tan obvias en su falaz selección, que suscribir esa absurda teoría más exige cerrar los ojos que abrirlos.
El Estado, con su accionar, no celebra la pobreza sino que la combate y hace gala de su capacidad de respuesta efectiva ante una emergencia gigante que se presentó tan violenta como imprevistamente.
Pero la manipulación argumental es tan grosera que tergiversa el sentido católico con que la Iglesia se refiere a la pobreza. Alcanza con leer, aunque sea a grandes rasgos, la doctrina social de la Iglesia, para entender la clara diferencia entre las cuestiones económicas y las espirituales.
La Iglesia no rinde culto a la pobreza, al contrario, señala de forma contundente que la pobreza impuesta es resultado de la injusticia y que debe combatirse con la solidaridad.
Los problemas sociales no se reducen a aspectos técnicos como lo económico, lo político o lo cultural. Antes que nada, todo problema social tiene una dimensión ética que repercute en los individuos y en los grupos humanos. La Iglesia sostiene que deben atenderse las consecuencias que los problemas sociales tienen en la generación de las condiciones inhumanas de vida, de pobreza, que impiden a los más postergados lograrse como personas. Enseña por ende que los problemas económicos de los pobres, no pueden ser vistos como un problema social indeterminado.
Desde el término del Concilio Vaticano II, las encíclicas posteriores (las dos de Paulo VI y las cuatro de Juan Pablo II), no definen lo que es la pobreza, sino que constatan o denuncian las causas y efectos de la pobreza y la práctica y no práctica de la equidad.
Los obispos de América Latina dicen que la pobreza no es casual; la pobreza es producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas injustas. Encuentra su origen en mecanismos que producen a nivel internacional, ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres.
No hay una línea en toda esta doctrina que celebre la pobreza: se la denuncia y condena. Se exige revertirla. San Juan Crisóstomo murió exiliado por hacer ver a una Emperatriz que nada sacaba con andar vestida con joyas deslumbrantes si, a su puerta, estaban muriéndose de hambre los habitantes. Como él, San Basilio el Grande, San Clemente Romano y tantos otros santos y mártires, van a ser los grandes defensores del derecho de los pobres.
La moral social remite también a las Sagradas Escrituras. La tradición profética del Antiguo Testamento da clara cuenta de esta preocupación de Dios y cómo denuncia que la pobreza es producto de la injusticia, la explotación y abuso que cometen quienes tienen más.
En ese sentido sí, Iglesia y Estado comparten una postura. Y el IFE cumple un rol social que apunta a brindar ayuda, no a promover más pobreza. Se requiere más odio que miopía para no verlo.
El Esquiú.com