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La aventura de leer

martes, 8 de enero de 2013 00:00
martes, 8 de enero de 2013 00:00

Mirar televisión no exige mayores esfuerzos, basta con elegir una buena butaca y apretar el control remoto. El resto queda a cargo de la pantalla, de lo que miremos en la pantalla. Ese gangster que aparece en mitad de la noche tendrá la crueldad que el actor que lo interpreta sepa darle.

La música se encargará de marcar los momentos esenciales, ya sea para el romance o para el misterio; el chirrido de una puerta invariablemente señalará que es el momento de sentir miedo y los tiros, que vendrán de inmediato, se oirán como si realmente fuesen de verdad. Nada queda para nuestra imaginación, somos espectadores y como tal nos comportamos: la pantalla piensa por nosotros.

Leer, en cambio, exige otra conducta. No basta con mirar. En la página del libro aparecerá un conglomerado de palabras que sólo comenzarán a ser a partir de su lectura. Tuvimos que aprender a leer y eso, recordemos, fue maravilloso. Letra a letra formamos la palabra y un día descubrimos que podíamos descifrar voces como “madre” o “amigo” o “amor”.

En ese momento dejamos de ser meros espectadores: leer es un acto de creación constante. Las palabras reunidas en un libro le ponen música al silencio, dibujan mujeres bellas y paisajes desolados, muestran galaxias desconocidas y batallas que se disputaron hace miles de años; o tal vez nunca, pero es como si se hubieran disputado porque comienzan a ser desde el mismo momento en que las leemos: nosotros las hacemos posibles, ciertas. No es fácil entrar en un libro, pero si ese libro vale la pena, una vez que entramos se nos hace difícil salir.

Puedo decir, con orgullo, que navegué las aguas de Malasia a bordo del Mariana, aquella nave con nombre de mujer que además era el nombre de una mujer bellísima; la nave la capitaneaba Sandokán, y esa mujer había sido su único gran amor. También anduve a lo largo de veinte mil leguas submarinas oculto en algún rincón del Nautilus y llegué, pese a la fragilidad del Hispaniola, hasta la perdida isla del tesoro.
Una mañana, de hace muchos años, conocí el mar. Recuerdo que fue una experiencia emocionante, pero también recuerdo que no fue una sorpresa. Los libros, las aventuras de los libros, ya me habían revelado el secreto de los océanos.

Dicen que leer es crecer, sin duda. Pero por sobre todas las cosas es un regocijo. Jamás se me ocurriría imponerle a alguien la lectura de un cuento o de una novela, y menos aún a un chico. Borges alguna vez dijo que leyó La Divina Comedia como un libro de aventuras. Tal vez ésa sea la clave: explicarle al joven lector que sólo basta con ir tras los pasos de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn, o embarcarse junto al capitán Silver hacia la isla del tesoro o entrar con Alicia en el país de las maravillas, para ingresar a un mundo mágico y fascinante. Mark Twain, Stevenson y Lewis Carroll se encargarán del resto. Y también, claro, Salgari, Verne, Conan Doyle, Edgar Rice Burroughs, Tolkien. Por fortuna, la lista es vastísima. Cualquier tarde ese chico descubrirá que los libros ya son parte de su vida y con alegría comprenderá que no puede prescindir de ellos, aunque sólo sea por la inagotable aventura de leer.

No puede prescindir de ellos, acabo de escribir y advierto que no es del todo cierto. El libro, tal como lo he descripto, se encuentra en franca vía de extinción. Internet y el llamado Libro Electrónico brindan nuevos e insospechados soportes, no sólo para contener al relato, también para generarlo. Diferentes tipos de escritura se han puesto en marcha; pienso en los Blogs y en los textos con imagen y sonido que se proponen por Internet. Otra vez nos enfrentamos a una pantalla; claro que a diferencia de la del televisor, ésta te obliga a pensar, porque si bien puede alimentarse con música y gráficos, esencialmente se apoya en la escritura, en las palabras que le dan verdadero sentido a un relato.

Aunque lamentablemente no estaré para confirmarlo, me atrevo a asegurar que a finales de este siglo XXI tanto los libros, como las bibliotecas que los contengan, serán objetos históricos que las nuevas generaciones observarán con la misma curiosidad con que los jóvenes de hoy observan los discos de pasta. La voz de Enrico Caruso, que habían logrado captar aquellos antiguos discos, ahora podemos escucharla en los más recientes DVDs: ha cambiado el continente, no el contenido.

Con los E-Books pasa lo mismo: en sus pulcras y asépticas páginas, Raskolnikov continúa atormentado por aquella culpa existencial, Bartleby insiste en que preferiría no hacerlo y Gregor Samsa una vez más se despierta convertido en un monstruoso bicho. La escritura persiste, más allá del soporte que la contenga. La aventura de leer se mantiene inalterable.

Vicente Battista / Télam

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